martes, 8 de febrero de 2011

MEDIOS DE COMUNICACION SOCIAL Y LIBERACION NACIONAL

Octavio Getino (1975)

Este trabajo es el resultado de estudios, conferencias, dictado de clases y actividades desarrolladas por el autor entre 1974 y 1975, durante la transición del momento democrático iniciado en el ´73 y el de la dictadura cívico-militar impuesta en el ´76.
Se sube ahora a este blog porque alguno de sus planteamientos y propuestas podrían tener vigencia en esta nueva etapa, a la vez que son un antecedente de los trabajos que el autor realizó a partir de su exilio en Perú y México entre 1976 y 1988.

Introducción

Nadie duda hoy de la importancia que tienen los medios de comunicación social, sea para el desarrollo de los pueblos o para su relegamiento.

Desde hace menos de un siglo, el conjunto de los países de América Latina experimenta el creciente poderío de dichos medios, simultáneo de una mayor situación de dependencia en todas las áreas de la vida nacional. Sin embargo, escasean los estudios dirigidos a indagar este problema desde una perspectiva latinoamericana de desarrollo, mientras que, en cambio, abundan investigaciones, trabajos, propuestas, e incluso elaboraciones críticas formuladas por expertos de los grandes centros de poder mundial particularmente de Estados Unidos y de Europa. Actividades que no han aparecido para clarificar nuestra peculiar situación nacional o continental, sino para servir al mejor desenvolvimiento de las sociedades dominantes. ¿Hasta qué punto ellas pueden ser entonces satisfactorias? No lo son, indudablemente para nuestra realidad, e incluso, nos permitimos dudar que lo sean para la realidad de las propias naciones centrales.

Difícil resulta el conocimiento profundo de la problemática de una sociedad cuando aquel se sustenta en el recortamiento de posibilidades de otras sociedades, es decir, en la restricción del conocimiento en el interior de otras realidades sobre cuya sumisión o dependencia se asienta el poder de las naciones hegemónicas.

Si partimos de un hecho incuestionable como es el de que EE.UU. o Europa llegaron a ser lo que son, a partir de la reducción de los derechos y las posibilidades nacionales y sociales de los países periféricos, resulta que, incluso sin aspirar inicialmente a ello, nos hemos convertido en sujetos activos del mismo poder que impide nuestro desarrollo.

Pero no constituimos su afirmación, sino su negación más evidente, y al hacerlo, pasamos —querámoslo o no— a ser la opción más avanzada para el desarrollo no solamente de nuestras realidades nacionales, sino de la realidad planetaria.

Somos también una posibilidad de alternativa para lograr el conocimiento integral nuestro y de ellos, es decir, de todos, en tanto el proyecto de nuestros países no es el ocupar el sitial de los poderes dominantes, sino el de restituir o instalar en el mundo relaciones más justas y solidarias entre todos los pueblos.

Por ello no sería arriesgado sostener que la historia de los propios países dominantes, así como de los conflictos entre los mismos y entre ellos y nosotros, sólo podrá ser escrita a partir de ¿a visión de los países que aspiran a liberarse definitivamente, contribuyendo incluso en ese proceso a la liberación de sus opresores?

Sin embargo, esta voluntad de conocimiento se desenvuelve en medio de un proceso cuyos resultados más positivos no podrán advertirse a corto plazo. Lo importante es participar del proceso mismo, conscientes que sobre nosotros recae la posibilidad de acentuar o hacer desaparecer la dependencia y el sometimiento, presentes también en los modos de conocimiento.

Por otra parte, el hecho de abordar una problemática compleja como es la de las comunicaciones sociales, requiere cada vez más del esfuerzo de grupos interdisciplinarios, antes que de la mayor o menor aptitud de técnicos o especialistas individuales, conocedores de una u otra disciplina. Tampoco esto es fácil por la situación que atraviesan nuestros países; no obstante, aún como proceso, la tentativa resulta totalmente válida. Las reflexiones que se expondrán en este trabajo, pese a partir de experiencias y conocimientos personales, apuntan a estimular el debate y la elaboración por parte de equipos humanos, así como la conciencia de la responsabilidad que a ellos les incumbe para hacer de los medios de comunicación, efectivas herramientas para el conocimiento y la integración de nuestras realidades, o lo que es también para nuestra y verdadero desarrollo.



1. LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN EN LA ACTUAL SITUACION MUNDIAL

Comunicación y situación de guerra

Hablar de la situación de las comunicaciones sociales en nuestro tiempo, es hacerlo también de la situación de guerra que de una u otra forma domina hoy las relaciones mundiales. No nos referimos, naturalmente, a la situación de guerra tal como ella es definida según los modelos impuestos por las naciones dominantes, es decir por aquellos que nacieron a partir de tas contiendas que dichas naciones libraron entre sí, sino por los que surgen de una nueva situación que enfrenta a la mayor parte de la humanidad con los centros de poder mundial, a través de numerosas batallas, dispersas en el espacio y en el tiempo. Regidas por características muy peculiares, ellas denuncian en su conjunto la existencia de un violento enfrentamiento, regido por acciones bélicas que, globalmente, revisten tanta o más importancia que la Primera y la Segunda Guerras Mundiales juntas. Nos referimos a la situación de guerra que libran a uno otro nivel los países colonizados o neocolonizados, así como los países dependientes, para lograr su efectiva autonomía e imponer un orden internacional más justo, en un largo proceso que tiene sus antecedentes más visibles en la década del 40, tras la Segunda Guerra. Desde entonces y hasta nuestros días (años ´70) más de 130 conflictos bélicos sacudieron al mundo; todos ellos ocurrieron en los países del Tercer Mundo con un promedio de 350 mil muertos por año, es decir, más de 12 millones de víctimas en los últimos 35 años.

El número de países que han intervenido en este conflicto internacional, ha resultado así superior al de las dos primeras guerras mundiales; el tiempo de duración del conflicto es tres veces superior al de las dos guerras mundiales juntas; y el poder de fuego desatado, basta observarlo en un solo ejemplo: Vietnam. Allí, en un país casi minúsculo y básicamente agrícola, la nación supuestamente más poderosa del mundo, lanzó más cantidad de bombas que la que se empleó durante la Segunda Guerra Mundial. El poder de destrucción desatado equivalía, según los especialistas a dos bombas atómicas semanales, como las lanzadas en Hiroshima y en Nagasaki.

Las nuevas metodologías de destrucción hablan también de una guerra de características distintas y nuevas, que no enfrenta, al menos bélicamente aún, a las grandes potencias, sino a éstas con los países relegados. Léase EE.UU. invadiendo Vietnam o Santo Domingo; la URSS haciendo lo propio en Afganistán, o Israel, agente del Imperio del norte, ocupando tierra Palestina.

Esta nueva situación de guerra mundial —que las naciones dominantes se niegan a reconocer explícitamente porque no se encuadran sus modelos tradicionales— incorpora nuevas concepciones estratégicas y tácticas no sólo para el empleo de las armas de destrucción o de defensa, sino también para los diversos recursos que hacen a la vida de un país, a su seguridad y a sus intereses nacionales; uno de tales recursos son los medios de comunicación social. Por ello, la toma de conciencia de esta situación, se hace cada vez más necesaria para delinear políticas de comunicación coherentes con aquella.

Cabe, sin embargo, explicar dos conceptos ya señalados y que pueden prestarse a confusión. Uno de ellos es el de “situación de guerra”; él no se refiere a la manera convencional de visualizar la existencia de una guerra, generalmente explicitada con la declaración formal de la misma y el consecuente accionar bélico. La situación de guerra es para nosotros antes que nada —igual que la guerra misma— un proceso dado a través de diversas situaciones y etapas, en alguna de las cuales no se escucha el tronar de las armas de fuego, pero se advierten las maniobras económicas, políticas, culturales o diplomáticas destinadas a doblegar al adversario, con el menor costo posible. La guerra está presente en consecuencia, también en aquellos momentos del proceso donde ella no se explicita de manera convencional, pero en los que se organiza el potencial agresivo o defensivo para sostener la contienda.

El hecho de que muchos de nuestros países no hayan experimentado recientemente la explicitación de la guerra, no significa que ella no está presente, encubierta a veces por conflictos internos pero respondiendo a intereses mundiales hegemónicos como es el caso por ejemplo de los países del Cono Sur del continente, que en pocos años han dejado decenas de miles de muertos y desaparecidos; situación que también parece insinuarse en algunos países de la América Central.

Otro concepto, el de “defensa nacional”, implica también una idea diferente de aquella que enarbolan en nuestros países las elites dominantes. La nación no está conformada ni definida, en primera instancia, por las estructuras agrícolas, industriales o materiales de un país, sino por la situación de sus habitantes, —su pueblo organizado—, resueltos a crecer según sus propias características, enfrentándose por lo tanto a aquellas potencias extranjeras o a aquellos sectores sociales o políticos internos que quieren impedirle un estilo propio de desarrollo.

Por estas tazones, cuando nos referimos a la “defensa nacional”, estamos hablando de algo que hace a la esencia y a la defensa de nuestros pueblos, estén o no en el poder aún, hállense al frente de los Estados o se encuentren librando batallas de resistencia cuando tales Estados no representan los intereses del Pueblo-Nación. Ello obliga a considerar el tema de las comunicaciones sociales, en el marco de un proceso hacia la emancipación nacional y social definitiva, ya sea desde el ejercicio del poder o del gobierno, o simplemente desde la conducción de las organizaciones populares representativas del Pueblo-Nación, aunque ellas puedan estar todavía proscritas o dominadas.

Cabe agregar algo más a esta toma de conciencia de lo que significa la situación o el proceso de guerra para definir las políticas comunicacionales en nuestros países.

Situación de guerra, y situación de paz preparatoria de nuevas guerras, tradujeron siempre, a través de la historia, la antigua vocación del hombre y de los pueblos para alcanzar un futuro más justo y más libre. En épocas remotas las situaciones de paz, aunque fueran incubadoras de nuevas guerras, se regían por características muy peculiares, que las diferenciaban netamente de las situaciones de guerra. El hombre podía entonces dedicarse a la elaboración de proyectos a largo plazo, sumergirse en los juegos laberínticos o en las abstracciones, dedicar su tiempo a cantar a los ruiseñores, o meditar sobre la provisoriedad de las apetencias humanas. La política tenía en esas circunstancias, un mayor espacio para desenvolverse, igual que lo tenía también la filosofía o los elevados y trascendentes pensamientos. El empresario se ocupaba de sus empresas, el pintor de sus cuadros, el músico de su lira y, el militar de sus ejércitos. Las armas dormían aunque aceitadas o afiladas periódicamente, pero su sueño era definido y rotundo.

De pronto aparecía, suficientemente diferenciada, la situación de guerra. Los oficios se trastocaban y se confundían; las energías del hombre y de los pueblos se reunían, material y espiritualmente, para doblegar al adversario. Eran conscientes, como decía Maquiavelo, que “todos los profetas bien armados fueron vencedores, y los desarmados vencidos”.

La mano del poeta dejaba entonces la pluma y empuñaba el arma; el pintor o el artesano, el labriego o el primate burgués, hacían otro tanto. El quehacer de la sociedad, de una u otra forma se militarizaba. La existencia de un pueblo o de una comunidad dependía del triunfo o de la derrota bélica. “En la guerra —sostenía Clausewitz— todo queda sometido a la ley suprema de lo decisión por las armas; cuando el enemigo recurre a ella efectivamente, resulta imposible desoír la llamada y en consecuencia, el beligerante que quiera recurrir a otro camino debe estar seguro que el adversario no hará esa llamada, bajo pena de perder su causa ante ese tribunal supremo.” 1

En la situación actual, estos elementos se hacen aún más complejos. Se habla de “guerra fría”, referida siempre a los conflictos entre las grandes naciones y se omite la situación y el proceso de guerra que libran la mayor parte de los pueblos del mundo para ser dueños de sus propios destinos. Sin embargo, el clima, bélico, prima en las decisiones básicas de los factores o de las fuerzas que controlan el poder en cada país. Se habla de “seguridad interna”, de “defensa de intereses nacionales”, de “estado de guerra interno”, etc. y aunque ello determina principalmente la política de las instituciones que empuñan directamente las armas, se proyecta también sobre todas las actividades de la vida nacional, contaminando hasta el último de los alvéolos de la sociedad exista o no suficiente conciencia de lo que está efectivamente ocurriendo.

La situación de guerra, entonces, no se mide solamente en nuestra circunstancia por el despliegue de recursos bélicos, por el número de bajas o por la potencia de fuego de cada contendiente; se va precisando a lo largo del proceso y de la contienda no explicitada, a través de la evolución de la conciencia y del estado de animo de quienes se enfrentan.

Una batalla cesa, no cuando uno de los que participan de ella es doblegado físicamente, sino cuando para él, la continuidad del combate ya no significa nada. O lo que es igual, un combatiente está vencido, cuando está convencido; nunca antes.

En esta situación de guerra que aspira por encima de todo a persuadir y a convencer al adversario que la resistencia o la ofensiva carecen ya de toda significación, las comunicaciones sociales juegan obviamente un rol estratégicamente decisivo.

La victoria que se alcanza en toda situación de guerra, suele operar sobre dos registros básicos: uno de ellos, es eminentemente político y trata de demostrar al adversario que se posee más fuerza que la que él maneja, tanto material como espiritualmente; otro es esencialmente estratégico y aspira a desarmar integralmente al enemigo, es decir, a persuadirlo de que está total y definitivamente vencido, que la continuidad del combate ya no tiene sentido alguno.

Como vemos, la guerra no se desenvuelve mediante recursos materiales por un lado (las armas bélicas) y recursos ideológicos por otro (guerra sicológica, disuasión, persuasión). Ella es principal y eminentemente ideológica y tanto más, cuanto más material y tecnológica. Las armas, decía Hegel, no son otra cosa que la esencia de los combatientes. Preservar o destruir tal esencia es el objetivo principal de todo estratega que aspire no solamente a vencer (para alcanzar un poder de fuerza históricamente siempre endeble), sino a convencer (instalar un poder fuerte, sostenido con el consenso de los convencidos y capaz de integrar a éstos al proyecto victorioso).

La voluntad de apropiarse de las armas del vencido no es para rendirlo solamente, lo es también para revertir su sentido, modificar sus esencias, incorporar arma y esencia, a la propuesta triunfante. En ella, la victoria se transforma finalmente en fiesta.

Al respecto, una canción-poema incaica, nos recuerda: Beberemos en el cráneo del opresor; de sus dientes haremos un collar; de sus huesos haremos flautas; de su piel haremos un tambor, y después, bailaremos...

El vencedor se apropia del vencido para hacer de sus huesos, que antes resistían, delicadas flautas que, a partir de ahora, alegrarán la danza. En ella participan todos, vencedores y vencidos, porque precisamente, los vencidos han sido realmente persuadidos y con-vencidos.

No hay de ningún modo incomunicación entre los contendientes que se enfrentan en una situación de guerra; ella constituye por su sola presencia, la forma más decisiva y esencial de la comunicación. En la medida que cumple antes que nada una función, la guerra comunica obligadamente y estimula cada día más las comunicaciones, entre las individualidades históricas (pueblos, culturas) y las personas (conciencias). “No es una forma entre otras de las que pueden relacionar a dos seres pensantes —afirma acertadamente Glucksman— es la forma madre, la estructura de toda comunicación”. 2

Dada la situación de guerra que atraviesan nuestros pueblos y, el papel que la comunicación social cumple consiente o inconscientemente en aquella, a nosotros nos corresponde estudiar el modo de uso, a fin de convertirla en una herramienta útil, desde sus infraestructuras materiales hasta sus mensajes ideológicos para la celebración de una histórica fiesta, la nuestra, que aspira a ser también de toda la humanidad.

Situación de guerra y terror compartido.

A partir de 1914 y hasta la II Guerra Mundial, las situaciones de paz y de guerra se confundieron más que nunca. En la década del 40, la aparición de la energía nuclear acentuó esa confusión y comenzó a condicionar de manera nueva, el desarrollo de la humanidad. Esta posee desde entonces el poder decisivo de su propia muerte.

Como diría Sartre: “Después de la muerte de Dios he aquí que se anuncia la muerte del hombre. De ahora en adelante, mi libertad es más pura.”

El temor al uso de semejante adelante científico, rige principalmente en las grandes potencias, es decir, en aquellas cuya destrucción total sería más probable en caso de que las elites dominantes quisieran hacer uso de su ‘libertad más pura”; en cambio, las naciones condenadas al subdesarrollo y a la marginación, prueban cotidianamente la confianza en la posesión de su propia vida. Si dos bombas atómicas bastaron para doblegar la resistencia del Japón en la II Guerra Mundial, el equivalente de decenas de bombas nucleares sobre un pueblo mucho más subdesarrollado y minúsculo, como Vietnam, no impidió su voluntad de existir y su victoria.

Sin embargo, la era atómica, simultánea de la era de los procesos de descolonización, introduce nuevas situaciones en la relación de fuerzas mundiales. En un primer momento, la bipolaridad y la coexistencia pacífica, probaron la posibilidad de acuerdos entre las grandes potencias para un reparto de áreas de influencia o de mayor poder de decisión en el mundo.

Desde entonces un nuevo orden intentó imponerse: el del terror compartido. Este dominó buena parte de las relaciones entre las metrópolis, contaminando también su producción cultural y comunicacional.

Al concebir el desarrollo de las naciones sobre la base de poderes de destrucción cada vez más fuertes e intimidatorios, objetivos tales como el bienestar de los hombres y de los pueblos, o la justicia social en las relaciones internas y la solidaridad efectiva en las relaciones entre los países, dan paso a otras metas más pragmáticas, como son la desenfrenada búsqueda por el poder material, tecnológico y bélico. Detrás de una presunta búsqueda de la “verdad” y la “racionalidad”, se esconde la omisión del bien y del verdadero conocimiento. Si a veces éste último importa, es sólo por lo que aporta para incrementar el poder autoritario de disuasión con lo que, partiendo de preceptos racionales, termina concluyéndose en ¡a irracionalidad más absoluta.

La estrategia de disuasión es inseparable de la bipolaridad. Aquella tiende, como sostiene el general francés Beaufre, a “impedir que una potencia adversa tome la decisión de emplear sus armas, o que actúe o reaccione frente a una acción mediante la existencia de un dispositivo de fuerzas que se constituyen como amenaza”. 3 Una nación debe entonces elevarse sobre la otra, cohetes o satélites mediante, no sólo para estar sobre su cabeza como una espada termonuclear damocliana, sino también para seguir de cerca sus menores movimientos, es decir, para incrementar el arsenal de información y, en consecuencia, manejar más eficientemente los recursos comunicacionales que son inseparables de este tipo de estrategia.

La imagen es trágicamente clara: el poder —la “verdad”, la “razón”— la tienen aquellos que desde lo alto son capaces de constituir la mayor amenaza de destrucción. La verticalidad en la información y en la comunicación posibilitada por una concentración de recursos crecientes informativos en cada vez menos, pero más poderosos centros de irradiación comunicacional, se convierte en la resultante natural de una filosofía para la cual el bienestar social carece de fundamento, quedando circunscrita al ilusorio mundo de las utopías o al menos ilusorio —pero más rentable— universo de la sociedad de consumo: aquel donde el individuo termina optando por el poseer antes que por el ser.

El temor a la destrucción mutua, base de la disuasión hace coincidir también, en los hechos, a los poderosos adversarios. La idea de victoria tiende a perder sentido, teniendo en consideración su incertidumbre y su costo. Uno de los contendientes corre siempre el riesgo como dice Gluckman, de tener que escoger el logro de una ganancia limitada (replicar al “hecho consumado”), al precio de una pérdida infinita (holocausto). Es el todo y la nada al mismo tiempo. O una nada que renuncia definitivamente al todo: ni la paz total, ni la guerra definitiva. Los contendientes plantean sus defensas hasta en el interior del territorio enemigo. Mientras más crece su poder de mutua disuasión, mas se acentúa la comunicación entre las fuerzas bipolares. Si ayer era costumbre en los planes militares tomar como base las capacidades del adversario, hoy, importa sobre todo, conocer profundamente sus intenciones, no sólo evaluándolas, si no también influenciándolas.

Un teléfono rojo tendido entre los adversarios sintetiza la voluntad de comunicación y de interinfluencia —sostenida con la amenaza del holocausto mutuo— para decidir el destino de la humanidad. Esta pasa a segundo plano; no es medible nada más que en términos de áreas de influencia o de reparto. Un poder ocupa determinado espacio pero el opuesto sabe o cree saber el espacio que puede ocupar sin motivar la reacción más grave del otro.

Sin embargo, es esta humanidad la que para nosotros importa en mucho mayor grado que la concentración de poder militar, económico, o comunicacional, existente en los centros hegemónicos. En los últimos decenios, el sentimiento de frustración aumenta sin pausa en lo interno de las masas metropolitanas. Sus expectativas de bienestar y de satisfacción de necesidades básicas —sostenidas sobre la liquidación o la restricción creciente de iguales expectativas en las masas de los países periféricos— se ven frustrados una vez tras otra por la resistencia de aquellas a un orden injusto en las relaciones internacionales. De una u otra forma, las masas de las grandes metrópolis, expresan su desencanto, ya sea acentuando su simpatía por las posiciones militaristas y autoritarias en sus respectivos países —la “razón” de la irracionalidad— o añorando un retorno “a la fuentes”, a la naturaleza, al propio pasado, en una vana tentativa de reconstruir el poder de la individualidad nacional como negación de las individualidades nacionales ajenas.

Frente a una situación insatisfactoria como ésta, capaz de involucionar hacia nuevas formas de agresión y racismo de no mediar un encuentro con la dimensión liberadora de los pueblos relegados, un nuevo proyecto tiende a crecer en los últimos decenios, más concretamente desde la Segunda Guerra; él puede dar aún la impresión de diversidad más que de síntesis: “No existe un Tercer Mundo, sino muchos Tercer Mundos”. “No existe una Tercera Posición, sino muchas Terceras Posiciones”, sostienen los críticos de este proyecto. Sin embargo, pese a las apariencias de caos y contradicciones que aún predominan en él, una común voluntad parece alentar su dificultosa y lenta concreción.

Numerosos y diferenciados son los caminos, pero coincidentes parece ser en su sentido y orientación. Ellos se descubren básicamente en las movilizaciones revolucionarias de los países periféricos con su re suelta decisión de desarrollo integral, o en aquellas que procuran la liquidación de sistemas sociopolíticos montados sobre la explotación del hombre por el hombre; y también, en el accionar de algunos sectores sociales y de creciente número de intelectuales en las propias naciones dominantes, que aspiran a contar con formas de existencia que, antes que congelar las aptitudes creativas del hombre, sirvan para multiplicarlas.

Este proyecto de desarrollo que crece —a veces de manera exasperada y desconcertante— en la mayor parte de la humanidad, escapa aceleradamente al terror del holocausto mutuo, sustento de la bipolaridad. Incluso bajo formas aparentemente irracionales, que poco o nada temen la amenaza de las ojivas termonucleares, diversos movimientos estallan en el mundo haciendo trastabillar respetables previsiones teóricas y minuciosos planes estratégicos.

El eje de la estrategia imperial, ha pasado a ser la conquista o la defensa de los espacios vitales, ordenados en torno a puntos claramente diferenciados, conocidos como centros de gravedad. Para los antiguos estrategas y constructores de imperios, como Alejandro, Gustavo, Adolfo o Federico, esos centros eran básicamente los respectivos ejércitos. Pero para los imperios modernos los centros de gravedad son las ciudades capitales y las áreas de alta concentración industrial y urbana. Allí está sintetizada la existencia de la nación, incluidas las cabeceras de las centrales informativas y comunicacionales, aquellas que alimentan cotidianamente los gigantescos circuitos diseminados en el espacio nacional e internacional. Pero si la energía nuclear aterroriza cada vez más a las metrópolis, poco puede hacerlo en sociedades periféricas, por lo general de tipo agrario, con una alta dispersión poblacional y un escaso o inexistente nivel de concentración industrial.

En consecuencia, los centros de gravedad en la mayoría de nuestros países no están constituidos por poderosos ejércitos, ni por grandes concentraciones industriales o urbanas; se materializan, antes que nada, en los pueblos organizados o en proyecto de organización, diseminados en vastos e incontrolables espacios.

¿Qué poder disuasivo puede tener entonces sobre ellos la energía nuclear? Convengamos, que para el ejercicio de tal poder los “blancos” posibles son, en el mejor de los casos tan insignificantes como poco rentables. Para impedir la labor de comunicación y organización de los pueblos, se requieren otras armas que sirvan precisamente a desintegrar no ya las grandes construcciones materiales, sino los procesos de construcción socioeconómica y espiritual que se dan en nuestros países. Los medios de comunicación, las informaciones, la labor de penetración ideológica y cultural, pasan a constituirse en recursos bélicos de primera magnitud en tanto se orientan a la disuasión, a la subyacente o explícita amenaza, a la tentativa de inferiorización, es decir, a convencer a los pueblos de las ventajas del proyecto dominante.

Es evidente, que cuando los pueblos actúan además en el plano militar, la respuesta es también de ese tipo, y se adecua a las características de cada espacio. La energía nuclear dará paso al napalm, a la guerra química o a las acciones de contrainsurgencia. Sin embargo la persuasión y la labor de los medios, constituye el eje del accionar imperial a fin de evitar y/o postergar el enfrentamiento militar; cuando éste se da, los medios pasan a complementar la demoledora labor de las armas.

El objetivo es siempre el mismo: con-vencer de la inutilidad de la batalla. Hace años Cabot Lodge, embajador norteamericano en Vietnam del Sur, explicaba este objetivo a su manera: “La Guerra en Vietnam estará ganada cuando una mañana e! joven que está en el Vietcong despierte y se digo: Hoy no voy a volver; y las razones por las que no voy a volver son: a) porque creo que me matarán; y b) si miro a mi alrededor, veo el arroz, el pescado, los patos, los cocos y los ananás que llegan por la ayuda americana y la vida parece bastante buena aquí...” 5

“Creo que me matarán”: primer objetivo de la disuasión. Pero a él se agrega otro: “la ayuda americana”, es decir, la calidad presunta del modelo que se quiere imponer, el “premio” al convencido.

La importancia de los sistemas de comunicación, en el marco de la situación de guerra que vive actualmente el mundo, está fuera de toda duda. Su incidencia económica, es rápidamente visualizable si se analizan las íntimas relaciones existentes entre los poderes económicos, militares, políticos y las empresas que manejan las comunicaciones mundiales, al menos en esta parte “occidental y cristiana” del planeta. Ya en 1967, la revista Busness Week, sostenía: “Más de la mitad de la investigación y desarrollo de los corporaciones lucrativas se concentrará este año en dos industrias: la aeroespacial y la de comunicaciones y maquinaria eléctrico”. Por tal razón, dieciocho corporaciones electrónicas y de comunicaciones estaban representadas ese año entre los cincuenta principales contratistas industriales de la llamada defensa estadounidense.

Con posteridad, el entonces director de investigaciones del Departamento de Defensa de EE.UU. Harold Brown, aclaraba: “Es importante reconocer que nuestros sistemas de telecomunicaciones Internacionales y nacionales son factores críticos en nuestra postura militar yen la guerra fría y, de hecho, en todo tipo de conflicto. No podemos hoy considerar nuestros sistemas de comunicaciones tan sólo como actividades civiles que deban ser reguladas como tales, sino considerarlos como instrumentos esenciales de política nacional en nuestra lucha por la supervivencia, creando una política y una organización acordes a nuestra situación.” 6

Otra prominente personalidad norteamericana, el general Sarnoff, no casualmente presidente de la RCA, agregaba en 1965 con mayor desenfado todavía en la V Conferencia Anual de la Legión Americana: “El predominio en el espacio y en las comunicaciones, que es una de las llaves para dominar el espacio, se traduce hoy día en el predominio político militar, económico y socia/sobre todas las naciones del mundo” 7

La militarización de las comunicaciones

Toda política en el campo de las comunicaciones sociales está condicionada o determinada por las circunstancias históricas de cada país, así como por el proyecto de desarrollo que asuman sus sectores dominantes; o sus pueblos organizados. Resultaría ingenuo por ello querer trasplantar mecánicamente una política comunicacional de uno a otro espacio, más aún, si entre éstos existen diferencias substanciales, cuando no antagonismos.

La política de comunicaciones seguida por las naciones que dominan el mundo, se basa, al igual que sus proyectos de expansión y desarrollo, en una estrategia de agresión, sin la cual perderían su rol hegemónico. Esa política se disfraza de política nacional y esgrime como justificativo el hecho de procurar servir a sus intereses de sobrevivencia. Tales intereses se extienden sin embargo por todo el planeta rebasando las fronteras estrictamente políticas de la nación y, en consecuencia penetran hasta en las regiones más recónditas, de las cuales siempre extraen algún tipo de utilidad.

Una de las eminencias grises del régimen hitleriano, Karl Haushofer sostenía: “Los estados vitalmente fuertes, que sólo poseen un espacio limitado, se deben a sí mismos el agrandar a este espacio por colonización, amalgamación o conquista…El espacio rige la historia de la humanidad... Sólo la nación cuyo espacio esté acorde con sus necesidades, tanto materiales como espirituales, puede tener esperanza de alcanzar alguna vez una verdadera grandeza” 8

Una vocación de desarrollo sustentado en la dominación de los países periféricos, legitima abierta o encubiertamente el control del espacio, que es sinónimo de poder y grandeza. De ese espacio, cuyos límites son arduamente disputados entre las grandes potencias, las naciones dominantes extraen los recursos que facilitan su desarrollo hegemónico. Desde la disputa del cedro, materia básica de la primitiva navegación a vela, hasta la reciente confrontación de los modernos recursos energéticos, la historia de la humanidad traduce la tentativa de apropiarse de los espacios productores de materias que son vitales tanto para el ataque como para la defensa, en el marco de una política de agresión permanente. 9

Esa tentativa se sustenta ya sea en los ejércitos, como en la política de empréstitos o de inversiones. Baste recordar, a modo de ejemplo, que las inversiones norteamericanas al término de la II Guerra Mundial eran de unos siete mil millones de dólares, mientras que actualmente, se elevan a más de ochenta mil millones.10 Semejante incremento de intereses, obliga en consecuencia, a una multiplicación simultánea de los recursos destinados a su protección.

Las inversiones en tecnología bélica crecen por lo tanto a ritmo vertiginoso. Pero ya no basta como siglos atrás el predominio naval para dominar el mundo; hoy se requiere de la balística intercontinental, de los vehículos espaciales y de los más sofisticados recursos comunicacionales. Ellos a su vez se nutren de materiales que suelen escasear en el estrecho espacio de las naciones hegemónicas. Productos indispensables para la industria de guerra, por ejemplo, el colombio, están concentrados en naciones como Brasil (que tiene el 60 % de la producción mundial) o en Mozambique (18% de la producción mundial); el cromo se halla en Sudáfrica (31%); Rhodesia del Sur (19%); Filipinas (17%); el cobalto, en Congo-Kinshasa (60%); Marruecos (13%), etc.

América Latina, aporta también su cuota indispensable a la industria de guerra, ya sea con el colombio, el manganeso, el cadmio, la bauxita metalúrgica, el cristal de cuarzo, el cobre, el plomo, el estaño o el zinc.

Pero, además, las naciones dominantes, caracterizadas por elevadas concentraciones de población en espacios relativamente reducidos saben a ciencia cierta que su futuro dependerá del control que ejerzan sobre los recursos naturales, no ya sólo para la industria de guerra, sino para la alimentación y la sobrevivencia biológica.

Por otra parte el problema irresoluble de los imperios en nuestro tiempo, es el espacio. Requieren de un dominio cada vez mayor sobre aquel, y asimismo, de una explotación suicida de todos sus recursos, lo cual demanda de una creciente tecnología bélica, que permita llegar con mayor rapidez a las lejanas áreas controladas. Mientras más se amplía y diversifica el espacio dominado, mayor es la necesidad de comprimir el tiempo, para atemperar ese talón de Aquiles que es la distancia.

La creación en fecha reciente de fuerzas militares especiales capaces de desplazarse con rapidez a cualquier parte del mundo donde se vean afectados los intereses “nacionales” de las grandes potencias (tal como está ocurriendo en los casos de EE.UU., Francia o la URSS), confirman esa necesidad de dominar y comprimir el tiempo para garantizar el control del espacio. Tal necesidad se proyecta entonces, en el terreno de las comunicaciones y obliga a una rápida adecuación de las modernas tecnologías. Así, por ejemplo, el Departamento de Defensa de los EE.UU. sostenía en el verano de 1962, a través del Subsecretario de Estado, George W. Ball: “Nuestro problema es el desarrollo de mejores comunicaciones con muchos de los puestos más nuevos en todo el mundo, particularmente el África, Asia y América Latina. La posibilidad de comunicación rápida con estas regiones es el elemento esencial en nuestra conducta en las relaciones internacionales. Hoy en todas estas regiones pueden producirse a cada hora sucesos de Importancia para nuestros intereses.” 12

Es obvio que si los imperios contaran con un seguro respaldo popular en las áreas dominadas, el empleo de los recursos tecnológicos sofisticados pasaría a segundo plano, dado que la actividad directa sobre los hombres podría sustituir tales recursos con una inversión económica sensiblemente menor. Sin embargo, la ausencia de consenso favorable y la existencia de una estrategia defensiva en la mayor parte de nuestros países, demanda de las metrópolis la inversión creciente en nuevas y más potentes tecnologías que sean capaces de obtener rápidamente la información necesaria y comunicar y destruir de igual manera. La verticalidad y el autoritarismo en la comunicación, no surgen entonces como una consecuencia fatal del desarrollo tecnológico; es éste más bien, el que aparece con sus características antidemocráticas como resultado de una estrategia y de un proyecto de dominación universal.

La situación para nosotros, es radicalmente distinta. Nuestra estrategia no es de agresión, sino de defensa. Nuestros pueblos, no aspiran a explotar a otros ni a ser dominadores, sino a liberarse de las relaciones injustas de dependencia o de sometimiento, para crecer de acuerdo al proyecto que cada uno de ellos se formule. Cambia en consecuencia el sentido del espacio y del tiempo.

Si para la mayor parte de las naciones dominantes, el espacio es reducido y se hace cada vez más vital, para nosotros el espacio es inmenso confrontado con nuestros relativamente escasos niveles de población por kilómetro cuadrado. Baste si no comparar la densidad de población entre una nación europea y cualquier país latinoamericano. Además, como no aspiramos a ampliar ese espacio, sino simplemente, a liberarlo no requeriremos necesariamente de poderosas tecnologías que sustituyan al hombre, sino en muchas ocasiones de más cantidad de hombres, capaces de sustituir muchas de esas tecnologías. Nuestro poder reside en un proyecto que, al aspirar a liberar espacios nacionales y sociales, cuenta o tiende a contar con el creciente concurso de la sociedad organizada. No resulta entonces imprescindible —como sí sucede con las grandes potencias— el recurso destructor que proceda de la estratosfera, sino el recurso defensivo-ofensivo que opere desde la tierra misma. La horizontalidad sustituye así a la verticalidad propia de las relaciones de la estrategia de agresión. Por otra parte, la diferenciación de los niveles de desarrollo crece con tanta rapidez que sería ilusorio aspirar en plazos más o menos cercanos al dominio de las tecnologías sofisticadas para un empleo acorde con nuestras necesidades diferenciadas.

Cabe agregar aún algo más: esta noción del espacio incorpora también una noción distinta del tiempo. Para nosotros no es vital la rapidez en la respuesta bélica a fin de reconquistar un espacio determinado; de igual modo que la conquista del mismo “no es motivo de gozo —como diría ese estratega de la defensa que fue Mao—, tampoco la pérdida de territorio debe causar tristeza”.

El espacio, para nosotros, se define mediante los hombres que lo delimitan y definen a través de su presencia y de su proyecto. La nación no es principalmente el espacio geográfico y convencionalmente ofensiva, o bien en la retirada. Cuando los hombres se repliegan, con ellos lo hace la nación, lo hace también el “espacio” que ellos representan y determinan. En la medida que podemos entonces ser más elásticos con el espacio, también lo somos con el tiempo. La comunicación directa u oral, o aquella que se trasmite mediante recursos tecnológicos de valor intermedio, puede coexistir y llegado el caso, competir con ventajas frente al aparente poderío de las ultrarrápidas y supersofisticadas comunicaciones de la electrónica imperial; ello ocurre cuando existe un sólido nivel de integración y organización de la población, posibilitado por circunstancias culturales, políticas y socioeconómicas propias de determinados espacios nacionales.

No se trata de restar importancia al dominio de los recursos tecnológicos (bélicos o comunicacionales), sino de entender que su defensa a ultranza, no suele corresponderse satisfactoriamente con proyectos de desarrollo distintos a los que pretenden imponer las naciones dominantes; además, el hecho de centrar nuestra estrategia en la posesión de tales recursos implicaría una errónea y fatal omisión de la actual relación mundial de fuerzas y de nuestra imposibilidad al uso libre de los mismos. Por encima de todo se trata de ampliar nuestra visión sobre las diferencias básicas que existen entre una estrategia de agresión y otra de defensa y, todo lo que ello implica para una definición del concepto de tiempo y de espacio, aplicable también al terreno de las comunicaciones.



Referencias

1. Clausewitz. “De la guerre”. Ed. de Minult. París. 1951.

2. André Glucksmann. “El discurso de la guerra”. Ed Anagrama Barcelona. 1969.

3. General Beaufre. “Disuasión y estrategia”. Instituto de Estudios Políticos. Madrid. 1962.

4. Juan D. Perón. “El proceso es humano y no técnico”. Discurso. 18-9-53. Buenos Aires.

5. Citado por Armand Mattelart en “Agresión desde el espacio”. Siglo XXI. Bs. Aires. 1973.

6. Citado por Herbert 1. Schiller en “Comunicación de masas e imperialismo yanqui”. Ed. Gustavo Gili. Barcelona. 1976.

7. David Sarnoff. Discurso pronunciado en el banquete anual de fa AFCEA. Washington. 26-5-53.

8. Citado por A. Glucksmann. Ob. cit.

9. Según el US Dept. of Defense, los EE.UU. contaban en 1982 con 355,600 soldados en Europa, 15,500 en América Latina, 147,500 en el Pacífico y Lejano Oriente y 24,800 en el Oriente Medio y en otras áreas. Un total de 543,400 armados distribuidos en todas las regiones del planeta. (Nota del editor).

10. En 1982 las inversiones directas de los EE.UU. en el exterior se elevaban a 221,343 millones de dólares, en tanto que los activos representaban la suma de 834,154 millones de dólares, según el Survey of Current Busness del Departamento de Comercio, de agosto de 1983.

11. Armando Mattelart. Ob. cit.

12. George W. Bali. Declaración hecha ante el Subcomité sobre Comunicaciones. Comité de Comercio. Senado de los EE.UU. LXXXVII Congreso. Agosto 1972.





2. COMUNICACION Y MODELOS DE DESARROLLO

Relaciones entre desarrollo y comunicaciones

Comunicación y desarrollo son términos que mantienen una estrecha relación, de tal modo que cuando se habla de un país con alto nivel de desarrollo económico o industrial, se alude también a un elevado potencial en el campo de las comunicaciones sociales; o a la inversa. Es decir, el subdesarrollo socioeconómico sería sinónimo de inferioridad en materia de comunicaciones. ¿Pero hasta qué punto esto es cierto?.

Aquellas concepciones que visualizan un modelo de desarrollo nacional en base a indicadores establecidos por las naciones altamente industrializadas, sostienen generalmente que el potencial de las comunicaciones de un país se basa en sus índices de producción y de consumo, referidos básicamente a las conocidas como comunicaciones indirectas, secundarias, tecnológicas o masivas.

Es así que los sociólogos de las naciones centrales acostumbran analizar el problema de la comunicación en nuestros países —bautizados desde la metrópolis como “subdesarrollados”— tomando sólo como referencia indicativa la dimensión de las infraestructuras económicas industriales o tecnológicas. En consecuencia, la relación sería ésta: país industrialmente subdesarrollado es también un país subdesarrollado en términos de comunicaciones indirectas, secundarias, tecnológicas o masivas.

Es indudable que si limitamos el enfoque a los aspectos puramente materiales, el desfasaje salta pronto a la vista. Así, por ejemplo, basta comparar las tasas de consumo existentes en las naciones centrales con las que rigen en los países periféricos. Un reciente estudio de la UNESCO informaba que si en los EE.UU. existían un promedio de 1667 receptores de radio por cada mil habitantes, el promedio descendía a 441 en la URSS, 313 en Europa, cayendo abruptamente a 170 en América Latina, 110 en Asia y 42 en África. O lo que es igual el índice resultante para las naciones industriales era de 556 receptores por cada mil personas, mientras que en los países periféricos aquel se reducía a 80.

El promedio mundial de aparatos de televisión indicaba también que la mayor disponibilidad de receptores existían en EE.UU., con 506 por cada mil habitantes, en tanto el promedio de los países “subdesarrollados” era de 15, alcanzando en África los índices más bajos: 1.3. Otro tanto ocurría en materia de prensa escrita: si el consumo de periódicos por cada mil personas era de 500 en el Reino Unido, o de 326 en EE.UU., descendía a 110 en México, 76 en Perú, 71 en Venezuela y 37 en Brasil.

Cabría agregar además, como dato ilustrativo, el control existente por parte de las naciones dominantes en el campo de las informaciones: las agencias internacionales norteamericanas o europeas cubren más del 80 de las colocaciones de noticias extranjeras en los medios masivos latinoamericanos; de igual modo, la mayor parte de las informaciones locales difundidas al resto del mundo —es decir, aquello que hace a la caracterización de nuestra imagen internacional— son también elaboradas por las poderosas agencias informativas, dependientes en el espacio occidental, de fuerzas transnacionales económicas y políticas, y en el espacio oriental, de aquellos sectores políticos y burocráticos que monopolizan la información de sus respectivas áreas.

Este pronunciado desfasaje entre una y otra situación, revela por otra parte, la imposibilidad de acortar las distancias, si es que no se producen saltos históricos tan inmensos como imprevistos.

¿Cómo equiparar entonces una y otra situación? ¿Cómo disminuir las diferencias? Por más esfuerzo que queramos hacer, nada alentador aparece como respuesta. Al menos, mientras estemos participando de una carrera competitiva como la actual, en caminos y metas diseñados e impuestos por nuestro adversario. Todo indica que si queremos afirmarnos realmente, debemos ser nosotros los que propongamos e instauremos nuestro propio camino, nuestras metas y objetivos, es decir, nuestro proyecto diferenciado a partir de nuestras características posibilidades. Será ésa tal vez la mejor vía —si no la única— para hacer que el escaso desarrollo económico, industrial o tecnológico de nuestros países no sea sinónimo de subdesarrollo comunicacional.

Comunicaciones masivas y dependencia

En el mundo occidental, ya sea en las grandes metrópolis con sistemas económicos y capitalistas, o en las aún colonias sometidas a aquellas, o también en los países con un desarrollo capitalista dependiente, los Estados Unidos ejercen el liderazgo indiscutible como productores y distribuidores de comunicación. Sus intereses internacionales se extienden desde la propiedad directa de las industrias productoras de equipos y de infraestructura comunicacional hasta los centros irradiadores de la información y la comunicación; bajo su control están asimismo la mayoría de los ingenieros en electrónica y los especialistas en elaboración de códigos y mensajes. Cientos de miles de hombres conforman la estructura de esta gigantesca maquinaria; miles de millones de dólares están en juego, tanto para promover las ganancias de las grandes industrias de la comunicación, como para defender los intereses económicos, políticos, culturales y militares a las cuales ellas están integradas.

Ochenta mil millones de dólares invertidos por EE.UU. en ultramar y cincuenta mil millones de dólares anuales en comercio exterior, explican la existencia de casi un centenar y medio de bases militares norteamericanas diseminadas por el mundo, así como el “paraguas” informativo y comunicacional que otorga protección ideológica a esa situación y procura persuadir sobre las ventajas de la misma.

En abril de 1964, un informe emitido por el Comité de Relaciones Exteriores del Congreso estadounidense destacaba: “Mediante el empleo de instrumentos y técnicas de comunicaciones modernos es posible hoy llegar a segmentos grandes e influyentes de las poblaciones nacionales: informar/os, influir en sus actividades y en ocasiones incluso, motivarlos a un curso de acción específica. Estos grupos a su vez, son capaces de ejercer presiones perceptibles, a veces decisivas, sobre sus gobiernos ‘

Ya veinte años atrás, la revista Fortune, propiedad del imperio TimeLife sostenía en pleno apogeo estadounidense: “De la eficiencia de las comunicaciones internacionales de propiedad norteamericana depende que EE. UU se convierta en el futuro en el centro del pensamiento y el comercio mundial que fuera en un tiempo Gran Bretaña”. ¿Con qué finalidad? Obviamente, la del poder. “Ningún poder en la tierra es hoy más fuerte que los EE.UU. de América -afirmaba enérgicamente Richard Nixon ante el Congreso Norteamericano en junio de 1972- ninguno será fuerte que los EE. UU. en el futuro”.

Según un reciente informe de la UNESCO, la enorme mayoría de los 900 millones de telespectadores existentes en el mundo, consumen programas norteamericanos de televisión. Sólo tres naciones, además de los propios EE.UU., son autosuficientes en el plano productivo de la TV: la URSS, la República Popular China y el Japón.

En Asia y África, los topes de importación de productos envasados, superan el 70°, en Europa ese porcentaje es de alrededor del 30°/a. Por su parte, más de un tercio de la programación diaria de las emisoras de TV latinoamericanas, se cubre con productos estadounidenses. Ello explica que en 1970 las exportaciones de EE.UU. en materia de programas televisivos alcanzaran la suma de cien millones de dólares, correspondiendo 5610 a una de las grandes productoras, la NBC, la venta de programas en 115 países con 350 millones de espectadores durante el año.

A través de unas 160 compañías, EE.UU. distribuye mundialmente entre 150 y 200 mil horas de programas anuales. Le siguen a gran distancia Inglaterra con 30 mil; Francia, con 15 a 20 mil; y Japón y Alemania, con unas 5 mil horas cada uno.

Este dominio mundial de la televisión norteamericana se corresponde a su vez con el dominio ejercido en la mayor parte de las agencias informativas que operan en nuestros países, en las áreas de prensa escrita, radio y televisión, en las pantallas cinematográficas, y también en la programación musical de las emisoras de radio.

Mientras menor es el desarrollo económico e industrial de un país, mayor es la dependencia en el terreno de los medios de comunicación masiva. La carencia de capitales y recursos para la producción comunicacional local, obliga a recurrir a los productos extranjeros, cuya finalidad es en un primer momento, penetrar de cualquier manera como parte de una política de dominación que apunta a la defensa de intereses más importantes que las comunicaciones mismas. Nuestros países han dejado o están dejando de ser simples reservas de materias primas, para convertirse en mercados de consumo de los productos que tipifican a la sociedad del derroche, de la cual las comunicaciones sociales son también un recurso y un instrumento de promoción. Ello explica que el valor de venta de un producto enlatado esté condicionado por las circunstancias del espacio al cual se dirige y el interés económico, político o militar que exista sobre el mismo. Por tal razón un episodio televisivo de media hora tendrá, por ejemplo, un valor de 2,500 dólares vendido a la CBS (Cadena Francesa de la TV Canadiense); 50 dólares en Chile o Egipto y 25 dólares en Uganda, Nicaragua o Kenya.

En la medida que los medios de comunicación masiva subsisten a través de:

- inversiones privadas considerables

- licencias estatales de explotación

- créditos bancarios

- compradores de publicidad

- equipos modernos fabricados en base a una tecnología sofisticada

La dependencia viene a instalarse entonces en diversas áreas que se complementan:

- inversión directa de capital.

- relaciones políticas y económicas para la obtención de licencias.

- vinculaciones comerciales y bancarias en la compra de equipos y materiales básicos.

- inversiones publicitarias.

- provisión de programación, material editorial, informaciones, discos.

- relaciones con la crítica local que puede promover los intereses y las inversiones extranjeras.

Está de más agregar que el hecho de poseer, a través de las empresas transnacionales y de sus agencias publicitarias, buena parte de la facturación por publicidad, condiciona y a veces determina, directa o indirectamente, la actividad de los medios que dependen de aquella.

Por último, la presunta cooperación internacional en materia de comunicaciones, orientada a actividades de teleducación o de desarrollo, acostumbra instalar en el país receptor antes que una solución, un problema. El carácter asistencialista de esa labor, las insuficiencias de las políticas de comunicación nacionales, y el despliegue casi hipnótico de la sofisticada tecnología (equivalente a los vidrios de colores que siglos atrás agitaba el conquistador europeo ante los indígenas), instalan en el país “beneficiado” una cadena de dependencia que pasa por diversas instancias, entre las que se destacan:

- Introducción en el país de un proyecto comunicacional que antes que responder a su propia política, responde habitualmente a los proyectos y política de naciones con características totalmente distintas o antagónicas;

- Capacitación de técnicos y creativos locales, a partir de los modelos introducidos por la nación o las instituciones que proporcionan la asistencia, Dependencia total en el suministro de repuestos, mantenimiento de los equipos entregados y renovación de los mismos; Control de la mayor parte de la programación local.

Basta simplemente que la nación dominante retire o disminuya su asistencia para verificar la fragilidad del proyecto que se ha querido instalar. Ello se debe a las carencias existentes en el país beneficiario (económicas, tecnológicas, humanas) para mantener de manera sostenida modelos comunicacionales que corresponden a otros niveles de desarrollo, y sobre todo, a otros proyectos que no se identifican obligatoriamente con el tipo de desarrollo que podríamos propugnar desde nuestras propias circunstancias.

Medios masivos y cultura de masas

Esquemáticamente hablando, primero fue la familia el ámbito y el medio formativo por excelencia; después fue la Iglesia; siglos más tarde sería la escueta. Desde los inicios de nuestro siglo, comienzan a serlo, los medios masivos de comunicación congregadores de la familia en torno a un espacio “educativo” que intenta hacer de los proyectos mundiales dominantes, una especie de nueva religión para la humanidad. Ello es así porque los medios no aspiran solamente a entretener o a informar, o siquiera, a publicitar la venta de uno u otro producto, sino a ir desarrollando dentro de los individuos una cosmovisión acorde con la que rige en quienes controlan las relaciones mundiales de fuerza.

Preguntarse hoy en día sobre si esa “cultura de masas” es positiva o negativa, buena o mala, puede tener algún sentido válido, pero carece de funcionalidad significativa. Esa cultura simplemente existe como situación nueva incorporada al desarrollo de la humanidad. Lo que importa entonces es la actividad que nosotros asumimos frente a esa realidad insoslayable, vigente cada vez más en toda sociedad que comienza a experimentar determinado nivel de desarrollo económico o industrial, se guíe por modelos capitalistas o socialistas.

En lo que respecta a nuestros países, los medios masivos y la industria cultural han tenido como finalidad principal la de proseguir la vieja tentativa de colonización cultural; los expertos en “ingeniería humana” o en psicología aplicada a la formación de la opinión pública, se han sumado ahora a los filósofos, literatos, historiadores, pedagogos, etc., que hasta hace poco tiempo cumplían el rol protagónico en la formación de la conciencia de los hombres.

Un doble mecanismo funciona simultáneamente en la colonización o la dependencia: retiro o expropiación de los recursos materiales del país sometido, y entrega o tentativa de imposición de modelos y valores que legitiman dicha actividad. Con ello se quiebra la unidad cultural de un pueblo, en tanto ella se sustenta sobre bases materiales y socioeconómicas, recursos técnico-culturales y elementos espirituales. Sí originalmente cultura y civilización conformaban una realidad única, las civilizaciones locales tienden a ser sustituidas por la civilización moderna, propia de las sociedades dominantes. Cultura y civilización se escinden entonces, reduciendo así a límites cada vez más insignificantes la noción de cultura nacional, que es gradualmente sustituida por una publicitada cultura universal, la cual suele traducir aquellos valores que más interesa promover a las naciones dominantes.

Incluso la lengua nacional escrita tenderá a escindirse de la lengua nacional hablada, en tanto la lengua extranjera y sus traducciones —sinónimo de modernitud y civilización— comienzan a ser el punto idiomático de referencia. Se hablará utilizando ciertos códigos vinculados a la cultura tradicional, pero se escribirá cada vez más en los términos que impone la nueva estructura de lenguaje escrito del adversario. Obviamente esto afectará en primer lugar a quienes saben escribir, que a veces son los menos, o a quienes escriben “mejor” que son las elites intelectuales, pero pronto esa situación se proyectará sobre sectores sociales más amplios.

“El neocolonialismo- sosteníamos con Fernando Solanas en la película “La Hora de los hornos”- necesita convencer al pueblo de un país dependiente de su Inferioridad. Tarde o temprano el hombre inferior reconoce al Hombre con mayúscula. Ese reconocimiento significa la destrucción de sus defensas. Si quieres ser hombre, dice el opresor, tienes que ser como yo, hablar mi mismo lenguaje, negarte en lo que eres y enajenarte en mí’

Con ello, hasta el propio pensamiento espontáneo puede volverse ilegítimo.

Cuando el individuo sometido culturalmente piensa con “espontaneidad”, suele hacerlo con los códigos de la cultura y la civilización que le fueron impuestos. De ahí que esté obligado a una actividad permanente de reflexión crítica sobre su propio pensamiento para restituir la unidad cultura-civilización, a partir de su peculiar instancia geográfica, material, ideológica y espiritual; es decir desde su espacio nacional, aquel que le brinda la única posibilidad de universalidad.

La actividad de la industria cultural —aquella cuyo sustento básico son los medios masivos— ha desencadenado en las elites intelectuales de las naciones centrales debates intensos, sólo justificables en la cultura de derroche que también es propia a las sociedades consumísticas. Uno de ellos es el que enfrenta —aunque solamente en las apariencias— a quienes se oponen a dicha actividad y a quienes enérgicamente la reivindican. Es el caso de los que Umberto Eco caracteriza como “apocalípticos” e “integrados”.

Para los primeros, la simple idea de una cultura compartida por todos es motivo de intranquilidad, en la medida que afecta el poder elitista y privado que hasta hace pocos decenios se ejercía en torno a la “cultura”, es decir, a una determinada visión aristocratizante de la cultura. La entrada más o menos abrupta de las masas en aquella, vendría a significar algo así como su Apocalipsis. Nada tan lejano de la noción de cultura —destinada a presentar a ésta como un “sutil contacto de almas”— que la idea de “industria cultural”, evocadora de máquinas, montajes, producción en serie, comercio de sustancias etéreas convertidas en vulgar mercadería. Igual que Heráclito, los apocalípticos declaman: “¿Por qué queréis arrastrarme a todas partes, oh, ignorantes? Yo no he escrito para vosotros, sino para quien puede comprenderme. Para mí, uno vale por cien mil, y nada la multitud”. Naturalmente, esta idea miserable —por la miseria de pensamiento que la nutre— implica la reducción de las masas a mero rebaño, situación que los “integrados” se resisten a aceptar —también en las apariencias— recuperando a los medios masivos como el recurso que puede convertir al integrante del rebaño o de la turba en un ser pensante.

Al hacer más amable y liviana la absorción de ideas y la recepción de información, medios como la televisión, la prensa, el cine1o la radio, amplían obligadamente —según los “integrados” — el campo de la cultura. Por esa razón, la discografía de un Waldo de los Ríos, por ejemplo, adaptando ciertas piezas de la música clásica; la adaptación de obras literarias a fotonovelas o historietas; el traslado a la televisión o la radio de las grandes novelas para convertirlas en teleteatros o radioteatros, etc. constituirían una prueba de la democratización de una cultura que antes estaba reservada a unos pocos.

Sin embargo, para el “integrado”, el hecho de que tales productos aporten o no al proceso cultural de un pueblo, carece de importancia. Se da por sentado que el aporte existe, en tanto aumenta la cantidad de consumidores y se cumple el propósito de los dueños de la nueva industria cultural que es apuntar a lo cuantitativo. La calidad de ese aporte, o lo que es lo mismo de aquellos valores de renovación y de cambio que se operen en la conciencia de las masas, no existe como problema en la visión del “integrado”. Domina en él, por encima de todo, la eficacia de las cifras, el rating, o lo que más importa al industrial y productor: los índices de rentabilidad.

¿Dónde radica pues la diferencia entre “apocalípticos” e “integrados”? Enarbolando unos la noción de cultura elitista que antepondría la calidad a la cantidad (el uno a la multitud) y reclamando los otros un planeta gobernado por tecnócratas (ya que a ellos les estaría reservada la misión de difundir desde lo alto la cultura de consumo de las masas) ambos coinciden en un mismo punto: el de una producción cultural elaborada inequívocamente desde las elites “artísticas” o “tecnocráticas” y destinada a hacer de los individuos simples objetos de consumo. Por ello el debate, en realidad, existe sólo como un producto más que se incorpora al mercado de la industria cultural.

Para nosotros, en cambio, la idea de cultura es diferente: no está dada por el “ascenso” hacia el conocimiento de las grandes obras reservadas a una elite de privilegiados, ni por la facilitación del consumo de esas u otras obras enmarcadas en la política de un nuevo tipo de elites. La cultura, igual que la nación están sustentadas en el pueblo; él es nación y cultura. Estas serían inconcebibles si se las quisiera recortar de las circunstancias sociales e históricas que les dan sentido y función.

Si entendemos la cultura, según Fanon señalaba, como “conjunto de esfuerzos hechos por un pueblo en el plano del pensamiento para describir, justificar y cantar la acción a través de la cual el pueblo se ha mantenido y constituido” 1 convendremos que ella no está sólo presente en el más universal de los productos artísticos o científicos, sino también en la conciencia —y también en los sentimientos y en los sueños—, en la sensibilidad, y en las tradiciones más válidas de un pueblo; está presente, por encima de todo, en la voluntad de crecer como personalidad diferenciada, a partir de raíces legítimas, enfrentando a las fuerzas económicas, políticas, militares, y también culturales, que pretenden impedir su justa voluntad de desarrollo y de liberación.

La cultura naciona4 negación de la cultura dominante, está expresada en el impulso de las capas más oprimidas que han tomado conciencia de su situación histórica, y que no muchos años atrás ganaron las calles coreando consignas tales como aquella de “Alpargatas sí; libros no” en momentos que el libro era símbolo de las elites ilustradas, aliadas del enemigo. Es desde este proceso de descolonización, generador de valores, ideas y modelos nuevos, que la cultura nacional aparece como un proceso de desarrollo. En primera instancia, un proceso que es simultáneo al de la liberación de nuestros países. 2

Por ello la oposición real no se da entre quienes critican o defienden a los medios de comunicación masiva en abstracto, sino entre quienes conciben la integridad de nación-pueblo-cultura, y quienes se proponen disgregar esas instancias en función de un proyecto hegemonista y autoritario. Se enfrentan en suma, dos cosmovisiones, dos estilos de desarrollo; todo análisis que se haga con respecto a los medios de comunicación social habrá de insertarse en algunos de ellos. Recién entonces el valor de cada componente podrá ser dimensionado en términos más adecuados.

Baste recordar, a modo de ejemplo, que muchas veces los medios masivos cumplen una finalidad que escapa a las intenciones de quienes los manejan.

Hace años, el entonces líder de Indonesia, Sukarno, reconocía: “La industria del cine nos dio una ventana para mirar el mundo, y los pueblos colonizados nos asomamos a ella y vimos las cosas de las cuales estábamos privados. . . Hollywood ayudó a desarrollar nuestro sentido de privación de los derechos humanos naturales, y este sentido de privación ha jugado un papel importante en las revoluciones nacionales del Asia de posguerra’. Otro líder nacional, Perón, decía a su vez en la Argentina: “Si no hubiera existido los medios de comunicación masivos, los pueblos no habrían evolucionado, por lo menos socialmente, en la medida que lo han hecho. Por eso es que nosotros creemos en la necesidad y en la conveniencia de esos medios y los amparamos y proyectamos en la mayor medida posible” ‘

En Argelia, recordaba Fanon, la población rural rechazaba inicial- mente los receptores de radio por cuanto no se correspondían con la jerarquía patriarcal estricta y las múltiples prohibiciones morales de la familia. Al colono francés, en cambio, la radio le reafirmaba una realidad que le confería seguridad y serenidad: la conciencia de que todo estaba en orden. Era una invitación cotidiana a enfrentar el mestizaje y a no olvidar su cultura metropolitana. Por eso los colonos repetían:

“Sin el vino y sin la radio, ya nos habríamos arabizado’ El medio de comunicación se incorporaba así al cuadro de la dominación sin responder a ninguna necesidad vital de la población argelina. Más aún, Radio Argel, era el mundo colonial hablado: “Franceses que hablaban a franceses”.3

Sin embargo no tardaría en nacer una emisora del Frente de Liberación Nacional, La Voz de Argelia Libre. Bastaron pocas semanas, según Fanon, para que se agotara la existencia de receptores. Ello no significaba, en primer término, la adhesión a una tecnología comunicacional, sino una forma de entrar en contacto con la Revolución Nacional, de ser partícipes de la misma con lo cual conquistaban también el derecho al uso de los nuevos medios de comunicación.

La industria cultural y las compañías productoras de medios masivos viven, como vemos, una contradicción insoslayable, que es la que hace a la propia fragilidad histórica de los poderes imperiales; ella es la de estar obligados a desarrollar determinados medios o fuerzas, que tarde o temprano incidirán o decidirán también sobre su propia destrucción.

Los franceses, en Argelia, intentaron resolver esta contradicción prohibiendo inicialmente los aparatos de radio a pila (para empleo en las áreas rurales); más tarde tratarían de interferir las emisiones de los revolucionarios argelinos. Por último tendrían que aceptarlas aunque debieran estar obligados a intensificar su actividad informativa para un espacio nuevo, como eran las poblaciones campesinas, a las cuales no se podía omitir de ninguna manera.

A fin de cuentas, la venta de radios o de otros medios de recepción comunicacional, es también un formidable negocio para las naciones dominantes. Por ello, antes que trabar su desarrollo, se procura incrementarlo de cualquier modo, aunque reservándose estratégicamente el mayor poder de decisión sobre manipulación informativa, mensajes propalados, así como en todos los aspectos que hacen a la dependencia tecnológica e industrial.

Nuevamente, entonces, aparece en primer término la necesidad de aclarar el proyecto en el cual nosotros debemos encuadrar el papel de los medios de comunicación social, por cuanto el mismo define el valor de sus diversos componentes.

Modelos de desarrollo

Un país, un sector social o un individuo que por una u otra razón alcanzan determinado nivel de poder, proyecta sobre los demás —incluso sin procurarlo racionalmente en la etapa inicial— un modelo de existencia que es vivido, por muchos de quienes lo rodean, como poderoso modelo de imitación. Es lo que está ocurriendo con los modelos de desarrollo que intentan ser propagandizados en regiones con historia y circunstancias distintas, introduciendo en quienes procuran imitarlos el amargo sabor de la frustración.

Un claro ejemplo de esa situación es el del “desarrollismo” modelo erigido como ideología, y a veces en la ideología oficial de algunos países, y que en el caso de América Latina ha dejado más de una experiencia, sino nefasta, al menos insatisfactoria. Ideología, por otra parte, que la llamada cooperación internacional contribuyó en gran medida a sacramental izar, contando para ello con la aprobación no sólo de las sociedades capitalistas —principales promotoras de aquella— sino también de países, ideólogos y tecnócratas enrolados en posiciones aparentemente antagónicas.

Las coincidencias básicas en torno a la ideología desarrollista se dieron, y continúan dándose, sobre distintos elementos decisivos, como son, entre otros:

“a) Un enfoque principalmente economicista que adjudica a las estructuras materiales un papel determinante para la evolución del resto de las estructuras de cualquier tipo de sociedad. Descartes con su aspiración de “convertirnos en señores y poseedores de la naturaleza” (recordar su Discurso del Método.), luego el positivismo, y más recientemente Lenin con su “teoría del reflejo” (formulada en su Materialismo y Empirocriticismo) o Mao Tse Tung para quien las contradicciones sociedad y naturaleza serían resueltas por el simple método del desarrollo de las fuerzas productivas (ver A propósito de la contradicción), son pensamientos coincidentes en adjudicar al desarrollo cuantificable de los recursos económico-productivos, la eventual solución de los problemas sociales, y la generación mecanicista (“reflejo”) de ideologías y de cultura (para Engels, en su Dialéctica de la Naturaleza, las leyes del pensar “surgen del seno de la naturaleza y reflejan sus caracteres”).

b) Una visión eminentemente etnocéntrica que conduce a erigir los modelos de desarrollo de las naciones dominantes como la alternativa única de la humanidad. Frente a ella, cualquiera otra, antes de ser diferente, aparece como “inferior”, “primitiva” o “subdesarrollada”, es decir, queda relegada en la prehistoria de un desarrollo presuntamente real. De igual modo que en el siglo XIX la ideología del “progreso” y de la “civilización” justificaron en las sociedades “centrales” la colonización de las regiones “periféricas” —con la justificación de estar enfrentándose al “atraso” y a la “barbarie”—, la ideología desarrollista obliga a los países “subdesarrollados” o “en desarrollo” a imitar su modelo, y junto con ello, la imitación de las mismas etapas históricas en que aquel fue consolidándose.

Pero convengamos, pese a estos enfoques y visiones, que el crecimiento de poderosas fuerzas materiales, económicas, tecnológicas y militares, no surge sólo de las capacidades de determinados espacios históricos, sino también de su habilidad (y poder) para apropiarse mediante uno u otro recurso, de capacidades y aptitudes ajenas; generalmente, las de los países periféricos, caracterizados muchas veces por un menor nivel de cohesión social y nacional, aún antes de la presencia imperial.

En efecto, no es que el poder de las naciones hegemónicas nazca sólo de la explotación indiscriminada de los países sometidos; o al menos ello no es cierto en términos absolutos y mecanicistas. Resultaría demasiado fácil y simple explicar el desarrollo por la existencia del país imperial y del país oprimido; tal explicación muy vigente aún entre nosotros, puede servir cuando más como frase o consigna de agitación política, allí donde no hay tiempo ni oportunidad para explicaciones más válidas. Sin embargo, cuando se la quiere elevar al plano de la explicación teórica o científica, más que ayudar confunde, porque en última instancia convalida el propio mecanismo de la filosofía dominante. Es decir, explica la historia por las relaciones de fuerza entre unos y otros; la lucha sería entonces una mera lucha por el poder, aunque se esgrima como pretexto la intención de sustituir un término por otro término, capitalismo por comunismo, o poseedores por desposeídos. La explicación es, por lo parcial, poco válida, en tanto estimula principalmente en nosotros una actividad crítica dirigida a depositar toda la responsabilidad en el proyecto adversario, con lo cual reduce la posibilidad de una actitud que además de criticar y enfrentar los aspectos negativos que traban históricamente nuestro desarrollo, sirva también para indagar autocríticamente en las propias carencias y limitaciones.

Es evidente que quienes aspiran sólo a conquistar el poder no requieren muchas veces de un proyecto realmente distinto al que desde él se sustenta. Incluso en la confrontación de fuerzas puede justificarse con facilidad el empleo de los mismos o parecidos recursos que los manejados por la fuerza cuestionada. Se pretende cambiar el signo del poder antes dominante, dejando intactos, bajo uno u otro pretexto, muchos de los rasgos que se cuestionaban. Para esta concepción, el poder de fuego puede asumir más importancia que el poder de las ideas y de las propuestas superadoras.

Pero en nuestro caso la aspiración resulta totalmente distinta. No es la de querer conquistar el poder, sino la de construirlo, lo cual implica junto con esfuerzos ingentes en todos los campos de la realidad, la capacidad de creación y de invención para movilizar a la mayor parte de las fuerzas sociales nacionales tras un proyecto integralmente distinto y superior. El poder entonces no es una cima que se alcanza con sólo desplazar de ella al enemigo (la cima puede quedar incluso intacta); es antes que nada la laboriosa, lenta y creadora capacidad de construir una cima diferente, integrada por la infinidad de elementos que hacen a la vida de una sociedad, redefinidos con la participación democrática y activa de sus integrantes. La voluntad de construir el poder, lleva implícita la decisión de proponer, aportar, experimentar y persuadir. A la de conquistarlo, puede bastarle en cambio la adopción de los mismos modelos y metodologías del enemigo, encubierto bajo signos aparentemente contrarios.

Entendemos que es importante remarcar esto porque en nuestros países abundan tendencias orientadas a analizar, criticar y denunciar las fuerzas e intencionalidades del adversario, a través de una ideología eminentemente crítica, que no sólo resulta insuficiente para disminuir el poder de penetración de aquel sino que termina a menudo mitificándolo.

Los países dependientes requieren hoy más que nunca de una ideología de construcción y de afirmación: de una ideología positiva, que implica la crítica del proyecto y las acciones del adversario, pero traduce por encima de todo una visión de nosotros mismos, es decir, de nuestro proyecto, a partir de la cual se clarifica la visión de las capacidades ajenas. Ello es así, porque una sociedad o una clase social definen siempre su relación con otras sociedades o clases en términos positivos, a través de los propios valores; al menos cuando su proyecto aspira a ser vencedor y no vencido.

En la actualidad aspiramos a no dejarnos dominar por un proyecto que no sólo conduce a nuestros pueblos, sino a la humanidad entera, a su autodestrucción. Ese proyecto se corresponde con una cosmovisión que tiene sus orígenes en el nacimiento mismo del hombre; ha tendido siempre y lo repite hoy a niveles más sofisticados, a desintegrar, compartimentar y enfrentar las energías del hombre y de la naturaleza. Vida y muerte, norte y sur, blanco y negro, rico y pobre, civilización y barbarie, colono y colonizado, hechos y valores, arte y política, etc., los ejemplos podrían seguirse hasta el infinito. Pero no es sólo que se compartimenta y enfrenta uno y otro término; se aspira a la dominación y a la conquista del uno por el otro, es decir, a la ilusoria tentativa de someter o liquidar uno de los términos de la realidad, lo cual implica en todo caso la mutilación de aquella y el conocimiento que sobre la misma pudiera existir.

En las más avanzadas culturas prehispánicas, esas dicotomías no existían, la relación del hombre con la naturaleza, por ejemplo, no era de dominación o de conquista. El Sol y la Tierra, eran seres vivos, con los cuales se establecía una relación de pertenencia (Pachamama: madre tierra), de profundo respeto, y en última instancia, de amor. Como dice el peruano Manuel Velázquez Rojas: “Los hombres míticos y los hombres comunes “nacen” simbólicamente de la Tierra, de la Naturaleza. No vienen del cielo, ni van a él. No son dioses ni semidioses como en la cultura clásica sino hombres unidos amorosamente a la naturaleza. La vida es el amor del hombre con sus semejantes y en su entorno natural”.4

Este valor ontológico reconocido a la naturaleza y a todo lo que habita en ella o la conforma, tiende a ser negado desde el principio de la llamada civilización occidental. Una concepción que justifica el desarrollo de las sociedades sobre la base de la explotación de unos pueblos por parte de otros pueblos, o de un sector social por otro sector o clase social, proyecta en la relación con la naturaleza una similar actitud, con el agravante de que ella constituye la razón básica de su existencia.

Concebida entonces nuestra realidad como energía, toda acción que reste a alguno de sus componentes —sea hombre o naturaleza— más energía que la que le reintegran, sirve sólo a la sustracción de posibilidades a la existencia misma, es decir, a retirar a los hombres o a la naturaleza más de lo que se les devuelve, o lo que es igual a des-naturalizar’ y a deshumanizar el hecho mismo de existir. ¿Puede alguien, en esta situación ser verdaderamente beneficiado? ¿Todo beneficio inmediato que se obtenga de semejante concepción, podrá exceder el valor del mero fuego fatuo?..

Es evidente que el despliegue industrial, tecnológico y material de las naciones dominantes se convierte en polo hipnótico, capaz de obnubilar proyectos de otro tipo, aquellos que en aras de un desarrollo armónico e integral de las energías que conforman nuestra existencia, apuestan más al futuro que la inmediatez, y en consecuencia aparecen como utópicos en el mundo dominado por el pragmatismo y la vocación de rentabilidad inmediata y de poder

El conflicto entre estos proyectos es tan viejo como la historia de la humanidad. Aristóteles y Platón, con el método racionalista, inauguran en occidente una filosofía que encuentra en los centros dominantes, su máxima expresión actual.

Para Werner Heisemberg, “lo que distinguió el pensamiento griego de los otros pueblos, fue la actitud para retrotraer todo problema a una cuestión de principios teóricos, alcanzando puntos de vista desde los cuales fue posible ordenar la policroma diversidad de la experiencia y hacerla asimilable por el intelecto del hombre. Cuando el Occidente se abrió al Renacimiento volvió a constituirse en motor central de nuestra historia, produciendo la ciencia natural y la técnica moderna”.5

Más recientemente, esta concepción se explicita con la aparición de la burguesía. El enfrentamiento existente en los siglos XV y XVI al dominio ejercido por la Iglesia sobre el espíritu de los hombres —dominio proyectado también sobre los recursos materiales— estimuló la valoración de las nacientes ciencias y el desarrollo de las tendencias racionalistas dedicadas a analizar “objetivamente” la realidad y sus diversos componentes y a escindir y enfrentar la “verdad” con el “bien’ Sin embargo no es el pensamiento de un Da Vinci el que logra imponerse (aquel donde ciencia y arte, belleza y utilidad, antes que excluirse se integran), sino que medra una racionalidad dirigida a enfrentar los “hechos” con los “valores”, buscando la “verdad” más que el “bien”.

“Lo que es racional es real y lo que es real es racional” sentencia Federico Hegel, como respuesta a los interrogantes que la Europa burguesa de los siglos XIX y XX comienza a plantearse. Lo “natural”, en consecuencia, podría ser dominado, conquistado o reemplazado; esto se proyecta sobre la naturaleza, pero también sobre los hombres que se sienten pertenecientes a ella, como ocurre en la mayor parte de las culturas de los países periféricos. La expansión imperial, el racismo, la reducción del hombre a objeto de esclavitud o de uso, son la consecuencia natural de ese tipo de filosofía. Sus propulsores no tienen ambages en proclamarlo. “Las historias que poseemos de la humanidad, sólo son, por lo general, historias de las clases altas” sostenía Mathus.

Por su parte, Ferry, primer ministro francés, agregaba en 1885: ‘Las razas superiores tienen un derecho sobre las inferiores... La Declaración de los Derechos del Hombre no ha sido escrita para las negros del África Ecuatorial”. Herman Melville desarrollaba la idea desde los EE.UU.: “Nosotros, norteamericanos, somos un pueblo particular, un pueblo elegido, el Israel de nuestro tiempo; llevamos el arca de las libertades del mundo”. Algunos epígonos locales, como Sarmiento en la Argentina, suscribía con puño y letra esta expansión imperial: “Seamos francos, no obstante que esta invasión universal de Europa sobre nosotros es perjudicial y ruinosa para el país, es útil para la civilización y el comercio.”

Aplicada a las comunicaciones sociales, la producción derivada de este tipo de modelo de desarrollo no se dirige, en consecuencia, a incrementar la “calidad” o el “valor” de los productos, en función de promover un auténtico bienestar de los individuos; ella apunta antes que nada a multiplicar las cifras de los ingresos en boleterías, los ratings, el número de ejemplares vendidos cada día.

¿Qué tipo de racionalidad domina allí donde las tentativas de recuperar las “valores” terminan siendo calificadas de utópicas o de meros sofismas?

Para nosotros, la “verdad” no puede ser desvinculada de la “calidad” o del “valor” que la legitima como tal; procuramos antes que nada restituir la noción y el sentido integral de la existencia y de cada uno de sus componentes, destacando los conflictos dialécticos a través de los cuales se desarrollan; lo subjetivo y lo objetivo, lo material y lo espiritual, la emoción y la razón, la muerte y la vida, el hombre y la naturaleza. El concepto de “verdad”, está vinculado además con el de “necesidad”, y ésta se ofrece siempre como proceso en desarrollo, sujeta a las características de tiempos y de espacios históricos en perpetua transformación.

La verdad de un dato o de una idea —de un mensaje, hablando de comunicaciones— se define no tanto desde el criterio de una “verdad” última, presuntamente universal, sino desde un proyecto de desarrollo instalado en circunstancias especiales y temporales definidas, que reconocemos como nacionales.

Por ello es muy distinto estudiar un río en términos abstractos de “verdad” y “conocimiento”, a realizarlo en función de determinados usos y necesidades, establecidas por un proyecto de desarrollo distinto de otros. El resultado, en términos científicos, será siempre diferente. Y es que de poco valen las “verdades” que pretenden escapar a uno u otro proyecto, como de nada serviría arrojar ladrillos, por más “verdaderos” que ellos sean, a quien pretenda construir un edificio.

Nuestra misión no es la de calcular el futuro que según las leyes de la prospectiva, resulte como el más probable para nuestros países, sino buscar la forma de hacer que se cumpla determinado tipo de futuro, aquel que, aunque pudiera ser incluso menos probable según tales leyes, pudiera satisfacernos más. El valor de los conocimientos tendrá entonces un sentido creativo y dinámico en tanto se sostiene en decisiones políticas que incumben a una comunidad en su conjunto, frente al maniqueísmo de una racionalidad deshumanizada. En consecuencia, “necesidad” y “verdad” sólo dejarán de ser términos enfrentados cuando se integran en un proyecto de liberación para el cual el principio y la finalidad última no es la “verdad”, sino el bienestar real de la comunidad, o lo que es igual, la liberación y el desarrolla armónico de las energías de un pueblo en todos sus aspectos, materiales y espirituales.

Modelos de comunicación

Del mismo modo que se plantean diversos proyectos de desarrollo para las naciones, distintos modelos de comunicación social compiten entre sí, como parte integrante de aquellos. La mayor o menor eficacia de cada modelo no surge por mera comparación entre los mismos, sino que se determina por su coherencia con el proyecto integral del cual forman parte como medios o recursos.

Para Aristóteles, 300 años A.C., la objetivación del proceso de la comunicación se reduce al esquema de:

La persona que habla El discurso que pronuncia La persona que escucha

QUIEN QUE QUIEN

Comunicación era “imposición de formas”, o según el mismo Aristóteles sostiene al definir la información, como la acción destinada “a llevar a los demás a sostener nuestro punto de vista”.6

La unidireccionalidad de la comunicación —desde el que habla hasta el que escucha— aparece como vemos con el nacimiento de la civilización occidental y alcanza hoy su expresión más depurada en los medios tecnológicos. Este enfoque suele destacar el papel del emisor o la fuente en el proceso comunicacional, reduciendo el rol del receptor o del destino, a una función pasiva, o cuando más, a una actividad necesaria de ser vigilada y controlada. Los recursos tecnológicos modernos facilitan ampliamente la imposición de tal enfoque, ya que permiten centralizar en pequeños núcleos emisores, una potentísima capacidad de irradiación de mensajes apta para llegar en fracciones de segundo a gigantescas masas de receptores.

Para esta concepción, la retroalimentación —es decir, la tentativa de hacer del destino también una fuente—, procura interesarse en el punto de vista de aquel, aunque no tanto para respetarlo en sus necesidades o requerimientos verdaderos, sino para manipulario más adecuadamente. O lo que es igual, para imponer la visión y el criterio del emisor, llevando a convalidar en el receptor una determinada propuesta. Esta labor vertical y autoritaria de la comunicación traduce la misma cosmovisión que lleva a explotar desaprensivamente al hombre ya la naturaleza; en este caso, el hecho de negar aptitud de sujeto protagonista y activo a1 individuo, desnaturaliza el espacio receptor, el destino, que resulta ser además, la fuente.

Cientos de miles de años o quizá millones transcurrieron desde las primeras formas de comunicación mímico-imitativas, hasta la aparición del hombre de Cromañón y con él, las posibles primeras manifestaciones de la comunicación oral. Innumerables generaciones de primates y de antecesores del “homo sapiens”, debieron experimentar una violenta y constante confrontación con la realidad, para cuya transformación se requiere de adecuados medios comunicacionales.

Desde la aparición del medio verbal a fines del hombre de Neanderthal o en los inicios del Cromañón, no han pasado mucho más de 50 mil años. Menos tiempo aún transcurrió desde el descubrimiento de la representación alfabética (3,000 años A.C.) hasta nuestros días, y desde los 600 signos fundamentales de la escritura egipcia a los 27 que ahora empleamos. Esta nueva forma de comunicación, producto de las necesidades de desarrollo de las nuevas fuerzas históricas, vendría a servir no sólo para perpetuar las ideas, sino para atender necesidades vitales del comercio y la burocracia. Sin embargo, pronto nacerían los cuestionadores de este nuevo recurso, ante las tendencias crecientes a utilizar la comunicación escrita como sustituto de la experiencia directa; o lo que es lo mismo abandonar la experimentación viva con la realidad, para suplantarla por la lectura de aquella, otorgando al libro un valor casi mágico sobre los conocimientos teórico prácticos.

Una leyenda egipcia, recogida por Platón (o por él inventada lo cual es indicativo de la preocupación que vivía la Grecia del Siglo V AC.) explicaba que el rey Thamus, dirigiéndose al dios Thot, a quien se Fe atribuía la invención de la escritura, le decía: “Oh Thot, artífice de artífices, uno es el capacitado para dar a luz las cosas del arte, otro el apto para juzgar el conjunto de daños o provecho que reportarán a quienes las emplearen. Y en este caso, tú, padre de la escritura, le has atribuido por benevolencia lo contrario de lo que puede; porque la escritura producirá en las almas de los que la aprendieren, el olvido, precisamente por descuidar la memoria, ya que confiados en lo escrito, desde afuera y por extrañas improntas y no desde dentro y de sí mismo les vendrá el recuerdo. Inventaste, pues, no remedio para la memoria, sino para la reminiscencia”

Desde entonces el debate continúa en relación a los inconvenientes de ciertos medios de comunicación y a los problemas que plantean los nuevos medios audiovisuales, nacidos principalmente a partir de la Revolución Industrial y de las nuevas fuerzas sociales dominantes.

De cualquier modo, ningún nuevo medio de comunicación, por más revolucionario que haya parecido en su inicio, reemplazó totalmente a los primitivos medios. La comunicación mímica e imitativa, así como la comunicación oral, siguen siendo en nuestro tiempo los recursos más poderosos para organizar las relaciones entre los hombres. Ninguna vigencia perdió, por ejemplo, la comunicación boca-oído, sobre todo en las sociedades semi o subdesarrolladas. Las tecnologías mecánicas, electromecánicas o electrónicas incorporadas en los últimos tiempos, se han agregado a los primitivos medios, los han influenciado y de algún modo condicionado; pero lo que importa rescatar es el indiscutible poder que tienen los medios comunicacionales primarios, capaces de mantener aún en esta estrecha cohesión a comunidades enteras, prescindiendo incluso hasta de la más sofisticada tecnología. Este es un dato importante, sobre todo como indicativo de que un escaso desarrollo industrial o material, no es necesariamente sinónimo de insuficiencias decisivas en el potencial comunicacional de una determinada sociedad.

A lo largo de la existencia de la humanidad, encontramos principales y básicas formas de relación y de comunicación: aquellas que vinculan al hombre con la naturaleza, y las que vinculan al hombre consigo mismo y con los demás. Ambas constituyen lo que conocemos como comunicación social.

La comunicación, no está referida pues únicamente a los denominados medios masivos, sino que se extiende sobre todas las relaciones en torno a las que se estructura la existencia de la humanidad. Comunicación es sinónimo de vida misma y cuanto más desarrollo exista, es decir, mientras más amplias y profundas sean las relaciones del hombre con la naturaleza, con los otros hombres y consigo mismo, mayor será también la riqueza de la vida y el poder de la comunicación.

¿Por qué incluimos en la comunicación social las formas y modos a través de los cuales se interrelacionan los hambres y su medio ecológico? Sencillamente porque el ser humano es de algún modo producto resultante de ese tipo de relaciones. Su dimensión social deviene de la relación que establece con la naturaleza de la cual se nutre, y de cómo se comunica con los otros hombres para actuar y transformar a la naturaleza, situación ésta que 19 diferencia de los animales.

Por otra parte, el conocimiento que tenemos de la naturaleza es, en suma, un conjunto de mensajes que ella nos está dirigiendo. Como dice Raymond Colle: “El entorno que rodea al hombre y a la sociedad está emitiendo permanentemente información acerca de los hombres que han vivido o viven, sea en las terrazas Incaicas o en las pirámides de Egipto”. Pero además de esos mensajes relativamente fáciles de indagar y deducir, están aquellos otros que cada partícula de energía emite constantemente, sea en las plantas, en las minerales, en cada uno de los átomos o células más simples que pueblan la tierra, en lo visto y en lo no visto aún, en lo racionalizado y en lo que todavía ni siquiera hemos podido soñar.

Ese mundo de mensajes sufre transformaciones constantes a través de la acción del hombre, incluso sin que éste generalmente lo perciba. La comunicación entre los individuos, aunque sólo sea por el simple hecho de hablar entre sí, modifica de algún modo el entorno a través de las vibraciones del aire que produce. Esto se multiplica sustancialmente si analizamos el conjunto de las comunicaciones sociales, directas o masivas y su incidencia también sobre el medio ecológico y sobre los mensajes que él irradia y que el hombre decodifica, desde su perspectiva y proyectos. También aquí la naturaleza puede emitir mensajes propuesta, pero es el hombre actuante quien define a partir de sus necesidades históricas el valor real de los mismos. De ahí que una terraza incaica comunique información muy distinta, según la contemple el turista europeo o el campesino andino que trabaja en ella.

Detectar y precisar cada vez más la complejidad de estas relaciones, para ponerlas al servicio de la comunicación entre los hombres y de éstos con la naturaleza, servirá entonces a la creciente organización racional y humanizada, de las energías existentes.

Sin embargo, circunscribiéndonos a lo que nos preocupa en este caso las comunicaciones entre los hombres, debemos recuperar un concepto básico y que no es precisamente el que Aristóteles enuncia en su Retórica, referido a la “imposición de formas”, sino que se relaciona con el origen mismo del término, (nacido en el latín communis, común), y que alude casi lateralmente a “hacer a otro partícipe de lo que uno tiene” No se trata ya de imponer o de persuadir, sino de concebir al emisor y al receptor como integrantes de un proceso participativo y democrático que sirve a su mutuo desarrollo. Quien habla es quien escucha y de igual modo, quien escucha es quien habla; aquello que ambos se comunican, es a la vez algo que ambos necesitan y demandan para su desarrollo compartido.

Entendida así la comunicación, ella implica una comunidad de intereses, conocimientos, creencias y sentimientos. Más que línea unidireccional, es una espiral ascendente que entrega y recibe, proporciona y obtiene, imprime cambios y los vive, crece como fluido proceso integrador y organizativo de las capacidades humanas.

Limitar la noción de desarrollo comunicacional a la cantidad de periódicos vendidos, receptores y espectadores logrados, o informaciones suministradas, es propio de una filosofía para la cual lo importante no es lo qué se comunica (es decir el “valor” de la comunicación), sino cuántos son los productos comunicacionales realizados y vendidos o cuántos los receptores alcanzados, en la tentativa de imposición de formas, vinculado todo ello a la búsqueda de rentabilidad (económica o política) de la elite dominante.

Para nosotros, en cambio, la comunicación está referida siempre a la noción de necesidades en un espacio socio-ecológico determinado, y a la tentativa de desarrollo y liberación en términos integrales.

La información y la comunicación dominantes en nuestras sociedades, son cuando más, apariencia antes que realidad. Baste sino analizar el insignificante valor de la información suministrada por los medios masivos, es decir, de aquello que en lugar de servir para o fortalecer las relaciones de los hombres entre sí o el conocimiento de su propia realidad, tiende por el contrario, a confundir y a disgregar haciendo perder conciencia a los pueblos de sus propias identidades.

En cambio para un proyecto nacional y democrático, que no aspira a retirar de la naturaleza y de los hombres más de lo que se les reintegra, la comunicación no se reduce a la mera emisión de mensajes, por más abundantes que ellos sean, o a la tentativa de que el espacio receptor sea capaz de decodificarlos inteligentemente, es decir, logre superar las interferencias semánticas originadas en los distintos campos de experiencia del emisor y del receptor. Tampoco le resultará satisfactorio que el receptor pueda estar también capacitado para retransmitir lo que sintoniza: pretende algo más importante sin duda, como es introducir mensajes necesarios, o lo que es igual, mensajes que el espacio de destino (y también de emisión) demanda para incrementar su propio campo de experiencias en función de su peculiar estilo de desarrollo. Por ello toda relación de comunicación que aspire a ser efectivamente real, habrá de buscar siempre una identidad entre los términos mensaje ofrecido y mensaje requerido.

De este modo podríamos aventurar una definición de la comunicación como la puesta en común de por lo menos dos campos psicosociales de experiencia, a través de la cual los dos, o uno de ellos, expresan algún cambio de comportamiento verificable, que perdura en el tiempo y permite contribuir al desarrollo armónico e integral de un determinado espacio. La comunicación, no ya la aparente sino la real, sería entonces la que contribuyera al incremento de los vínculos entre los hombres y de éstos con su contexto, es decir, aquella que sirviera para organizar, cohesionar y multiplicar las diversas energías de una realidad nacional. Con lo cual introducimos otro concepto que también queremos destacar, y que se refiere a la comunicación como medio y expresión de los niveles de organización social existentes en una comunidad.

Comunicación y organización social

La idea de comunicaciones masivas, alude directamente a la que tiene como objeto de uso a las “masas”, lo cual implica la existencia de un insatisfactorio nivel de desarrollo organizativo de la población. Precisamente la política que rige en la mayor parte de los medios masivos en los países dependientes, es la de masificar la existencia de los individuos, convertidos de ese modo en objetos de “insectificación”. Procura a su vez que tal situación se constituya en la conciencia de los hombres, la única opción posible, es decir, como norma y guía de la existencia cotidiana.

Lo que los medios masivos intentan, en última instancia, es trabar o impedir las relaciones básicas del hombre consigo mismo, con los demás hombres y con la naturaleza. Sobre la fractura y compartimentación de esas relaciones, se rige entonces el poder vertical de los núcleos dominantes.

Un individuo, al igual que una comunidad o una nación, está constituido por diversas instancias o niveles biológicos, espirituales y sensibles. Su desarrollo real se da únicamente cuando existe un crecimiento armónico de las relaciones entre el conjunto de esos factores. El incremento de uno solo de ellos no basta para definir la existencia de un verdadero desarrollo. El desarrollo comunicacional aparece entonces, conjuntamente con el desarrollo de tales relaciones y no al margen de las mismas. Es decir, pueden multiplicarse hasta el infinito las potencialidades materiales de una sociedad (mayor producción y consumo de medios masivos, por ejemplo), pero ello no es de ningún modo sinónimo de desarrollo comunicacional, de no mediar un mejoramiento de las relaciones que hacen a la estructura orgánica e integral de un individuo o de un país.

En su concepto más amplio, la vida es lucha; proceso que se genera por conflictos y que intenta resolver de modo positivo. La vida es por lo tanto, organización de las relaciones que hacen a esos conflictos y a su resolución, o lo que es igual, proceso para lograr un equilibrio dinámico entre los efectos del conflicto y las causas de su solución. Tal es así que podríamos afirmar que lo que no está organizado no existe en la realidad, en tanto ésta se determina mediante estructuras, relaciones y funciones materializadas en un espacio dado.8

A riesgo de ser esquemáticos cabría agregar que los dos principios que gobiernan la vida son: organización y transformación. La organización de la materia, de la vida humana o de la vida social depende siempre de la organización y ésta, a su vez, de su finalidad.

La finalidad, es decir, la imagen de objetivo, el modelo de existencia que se procura construir a través de un proceso, requiere de una determinada organización, es decir, de una concertada disposición de elementos, así como de adecuadas relaciones entre los mismos, en orden y orientación hacia el modelo y la imagen que se pretende alcanzar.

La mayor o menor capacidad de un individuo o de una nación, dependen de la cohesión y organización que exista entre sus distintas capacidades en el cumplimiento de determinada finalidad. Cualquier déficit en el plano de la organización, cohesión e integración armónica de aquellas —sea cual fuere la finalidad— se traduce habitualmente en una disminución de la capacidad de crecimiento real.

Una nación podrá tener elevados índices de organización y cohesión, explicitados en un poder de fuerza (aparente) capaz de imponerse corno tal a otras naciones; sin embargo no hay que confundir ese nivel de desarrollo con el que corresponde a un poder fuerte (real). Mientras que el primero, el de fuerza, puede permitir el control coyuntural de determinadas situaciones en la medida que confirma una capacidad para vencer, el segundo, el fuerte, es más perenne y decisivo, en cuanto explicita además una capacidad de con-vencer. Los proyectos que realmente terminan convenciendo en la historia, son, en términos generales, aquellos que han permitido a la humanidad su ascenso a niveles superiores. Los restantes, tal como la experiencia lo indica, sucumben tarde o temprano, por más poder que parecieran tener en determinados momentos. Sin embargo, la nación que procura su desarrollo efectivo debe atender básicamente a la organización adecuada de sus distintas capacidades. Los sistemas de comunicación social que esa nación construya, habrán de estar condicionados, en consecuencia, por el tipo de organización buscada, indispensable para el logro de un determinado proyecto.

La estructura de un sistema de comunicaciones en cualquier país dominante, atiende antes que nada, a la defensa de un peculiar modelo de organización nacional, así como a la neutralización o destrucción de las organizaciones que pudieran resultarle adversarias. Por ello lo que se confronta en materia de comunicaciones no son en primera instancia, sistemas de información o tecnologías comunicacionales, sino diversas concepciones de organización social que responden a distintos modelos de desarrollo y de los cuales un sistema de comunicaciones es su instrumento, y a la vez, resultado.

En los EE.UU., por ejemplo, pudo apreciarse tiempo atrás la introducción de nuevos elementos en la política comunicacional, como producto de las circunstancias que atraviesa el proyecto de dominación de la nación del norte. Entre ellos se destacaban:

a) Creciente influencia militar en el sistema nacional gubernamental de comunicaciones.

b) Ampliación contínua del complejo de comunicaciones industrial- militar-civil.

c) Papel especial de las comunicaciones militares en el afianzamiento de las relaciones internacionales.

Una estrategia de agresión, resuelta a no perder el control sobre la mayor parte del mundo, condujo así en 1962 al entonces presidente Kennedy a integrar mediante un decreto gubernamental, diversos organismos relacionados con las comunicaciones, la investigación y la defensa. El decreto correspondiente comenzaba así: “Por cuanto las telecomunicaciones son vitales a la seguridad y bienestar de esta Nación y al desarrollo de sus asuntos exteriores”. De este modo se entregó a los servicios militares todo el complejo gubernamental de las comunicaciones, a fin de que las mismas sirvieran a una concepción de la organización de las estructuras militares, industriales y civiles, coherente con un proyecto de expansión mundial.

Máquinas computadoras, satélites espaciales, tecnologías sofisticadas y el flamante universo de la telemática sirven hoy a las naciones dominantes para reforzar sus sistemas de organización social y para intentar disminuir el valor de las otras naciones no aliadas. Así por ejemplo, la tentativa diaria de un periódico es la de organizar a un segmento social del país, en cierto tipo de relaciones donde los adherentes concurren cotidianamente a leer y consumir el mismo bagaje de información, sin que entre ellos exista comunicación alguna.

La campaña publicitaria de un producto tiene también como finalidad organizar a un público seleccionado para el logro de precisos objetivos de venta. El radioescucha o el televidente que enciende sus receptores para conectarse con sus comentaristas, actores, o cantantes preferidos, establece una relación de algún modo orgánica que el emisor trata de evaluar, estimular y consolidar a través de distintos recursos (estudios de audiencia, ratings, campañas promocionales, clubes de admiradores, etc.). Todo medio de comunicación masivo tiende a organizar de algún modo a su público.

Podrá argumentarse que estas formas de organización no pueden ser definidas como tales, en tanto compartimentan o impiden las relaciones entre los individuos y se oponen a una verdadera organización integral y democrática. Sin embargo cabe aclarar que las mismas responden coherentemente a una determinada concepción de las relaciones sociales y de la organización entre los individuos y los pueblos en el interior de un modelo autoritario de desarrollo. Es decir, canalizan con eficacia la intencionalidad de una cúspide de poder —económico, social, político, militar, tecnocrático o religioso— que manipula el punto donde convergen los diversos circuitos de organización —no ya del pueblo, sino de las masas, o lo que es igual, las masas subdivididas y atomizadas en infinidad de diversos públicos, generalmente incomunicados entre sí.

Los modos de organización

Las naciones dominantes conformaron a través de la historia, diversos proyectos de organización de sus respectivas sociedades. Tales proyectos fueron trasladados a los países periféricos con resultados de distinto tipo, generalmente inadecuados, por el trasplante mecanicista de formas que correspondían a contenidos u objetivos diferentes.

Las instituciones liberales, los partidos políticos, el parlamento, los burós políticos, el carnet de afiliado, etc., son recursos organizativos que no tienen nunca un valor en sí; su valor lo determina el tipo de relación que establecen con una realidad y los niveles de operatividad y eficacia que demuestran en esa relación.

Un pueblo no explicita su mayor o menor nivel de organización según el desarrollo alcanzado en sus instituciones formales; ellas pueden expresar tanto un desarrollo efectivo como una alienación total. La historia prueba cotidianamente que los modelos organizativos a través de los cuales la mayor parte de los pueblos se liberan en las áreas dependientes o neocolonizadas, no se corresponden las más de las veces con los modelos que pudieron tener éxito siglos atrás en las naciones centrales.

La organización de un pueblo no se da solamente a través de estructuras formales o materiales; se expresa también —y generalmente de manera mucho más decisiva— en el plano de los valores simbólicos, en las relaciones cohesionantes que existen en lo ideológico y cultural y que se basan en un pasado que hermana y en un futuro en el cual un pueblo se proyecta e identifica. Junto con el idioma, la geografía, la cultura, la situación social o los recursos económicos —y algunos veces por encima de algunas de esas instancias— pueden existir elementos integradores, capaces de sintetizar diversidades y contradicciones en el interior de un devenir histórico donde la mayor parte de los integrantes de una sociedad se sienten integrantes de un pasado histórico compartido y de un proyecto futuro.

Cuando en el interior de un pueblo existen relaciones sociales de ese tipo, las formas materiales de organización aparecen como resultante y consecuencia, legitimadas por esa peculiar realidad. Incluso ellas pueden ser vencidas o doblegadas en un enfrentamiento con otras sociedades adversarias, pero la organización se mantiene en tanto el árbol social hunde sus sólidas raíces en el humus espiritual compartido por todos. Un pueblo prueba estar organizado efectivamente cuando cada uno de sus integrantes actúa, piensa y siente que sus acciones son compartidas por otros, habitantes como él de un mismo espacio socio económico o cultural, a los cuales no necesita siquiera consultar, ya que percibe, incluso su opinión. Lo cual no implica subestimar la importancia de las circunstancias económicas y materiales en la gestación de la ideología; pero tampoco hacer otro tanto con las de carácter ideológico en la medida que ellas han pasado a constituir una realidad condicionante, y a veces determinante.

La historia de la humanidad está llena de ejemplos en los que pueblos con un menor nivel de desarrollo organizativo formal fueron capaces de emprender gigantescas acciones, doblegando a poderosos imperios, dueños de indiscutibles organizaciones materiales. Quienes en los inicios de nuestra era enfrentaron y doblegaron al imperio romano, no eran materialmente más fuertes que quienes acaban de vencer en Vietnam al imperio aparentemente más poderoso de la historia. El éxito en cada caso estuvo basado en la organización espiritual, sólida y armónica, traducida por elementos comunes de voluntad, esperanza, creencias e incluso nostalgia es decir, las habituales relaciones con la realidad que conforman, a toda ideología.

Por ello, un modelo de desarrollo real en materia de organización social no es solamente el que apunta a los aspectos materiales, sino el que se dirige también a la organización de valores, creencias y representaciones afines —expresiones de la manera como los hombres viven su relación con las condiciones de su existencia—, y en cuya labor tendrá verdadero sentido y eficacia el tipo de organización que emerja.

¿Significa esto que debamos subestimar o renunciar a priori a la posesión de instancias materiales, tanto en el terreno de la organización como en la de las comunicaciones sociales? Absolutamente no. Sería absurdo renunciar a la posesión de los recursos más avanzados producidos en las naciones dominantes —nacidos también como producto de nuestra explotación y sacrificio—, ya que de una u otra forma ellos pueden servir en determinados casos a nuestros propios proyectos de desarrollo. ¿Pero podemos depositar toda o la mayor parte de nuestra voluntad y esperanzas en este tipo de opciones? ¿No implicaría ello una omisión de la situación de dependencia que atravesamos también con respecto a esos recursos, así como del desfasaje histórico que nos separa? ¿Una actitud semejante no probaría acaso una visión subestimadora, cuando no omisora, de aquellos otros medios y recursos nacidos en la original especificidad de nuestra organización espiritual e ideológica? ¿No significaría acaso una renuncia a lo que las naciones imperiales califican de expresiones “subdesarrolladas” o “primitivas”, pero que son habitualmente nuestro más efectivo y disponible capital?

La valoración de lo que nos es propio

La dependencia, al incidir también sobre los modos de conocimiento, estimula muchas veces la idea de que un producto tiene determinada importancia cuando se lo compara con otro, al margen del uso que el hombre puede imprimirles. Para este tipo de concepción, el individuo pasa a segundo plano o desaparece, quedando en cambio sólo relaciones entre productos, llámense máquinas u objetos, ideas o valores, recortados de la circunstancia social o nacional, que es la que determina siempre su verdadera importancia.

Un tractor puede así parecer ser mejor que un arado de madera, cuando la comparación queda circunscrita a datos meramente técnicos. De igual modo, una máquina capaz de sustituir el trabajo de cien hombres indicaría un importante adelanto para su utilización, en el caso de que aplicásemos la misma óptica. También una película puede resultar de más calidad que otra si limitamos los indicadores de valor a lo específicamente técnico de ambos productos. ¿Pero hasta qué punto esto es realmente cierto? En tanto tales productos están realizados para cumplir finalidades precisas, el tractor, la máquina o la película, ¿no estarían definidos antes que nada por la importancia de su relación con la circunstancia específica —espacial o temporal— de aplicación? De ser está aceptable, el arado de madera puede ser más avanzado y revolucionario que el tractor allí donde éste —pese a su valor como propuesta— carezca de adecuada funcionalidad o implique relaciones de desarrollo dependiente y condicionado. Por igual razón, cien hombres trabajando en lugar de una máquina, pueden expresar un nivel superior de concepción para el desarrollo, si es que determinada circunstancia requiere del uso intensivo de mano de obra antes que de una maquinización que acentúa los índices de desocupación. Otro tanto ocurre con una película: su análisis crítico debe estar referido antes que nada -no al mundo del cine- sino a la realidad social y cultural donde aquella transforma su valor propuesta en un valor realidad.

Si bien es cierto que por razones históricas, basadas en un orden que divide al mundo entre naciones dominantes y países dominados, no estamos en condiciones de alcanzar a corto o a mediano plazo un desarrollo suficiente en el plano industrial, material o tecnológico, no menos cierto es también que controlamos —o debemos urgentemente controlar— nuestra base ecológico-orgánica: aquello que para un individuo es su ser biológico y para los habitantes de un país su geografía y sus recursos naturales. Quizá sea este el primer paso a dar, porque sin la existencia de un poder de decisión nacional sobre nuestros respectivos espacios, difícilmente podrán elaborarse proyectos de desarrollo para cualquier área.

También somos propietarios —o debemos estar resueltos a serlo— de un pasado histórico, de patrimonios culturales e ideológicos, de sentimientos, esperanzas y voluntad, cuya importancia puede ser invalorable en términos de proyección hacia el futuro. Tal es la significación de esta realidad, que ella nos alienta a sobrevivir hasta en los momentos de angustia social o en medio de las derrotas nacionales. ¿Cómo sí no explicar la voluntad de seguir batallando por crecer, voluntad inextinguible en nuestros pueblos, pese a los golpes y humillaciones padecidas a lo largo de los siglos?

Es a partir del control, organización y manejo autónomo de estas bases elementales, ecológico-orgánicas y espiritual-ideológicas, que podríamos aspirar al logro de una tercera instancia, como sería la de la industrialización y la de la tecnología de avanzada, el conocimiento desarrollado y la materialización de organizaciones más poderosas. Trasladándonos al plano de las comunicaciones sociales, el equivalente sería el logro de medios modernos y de avanzada, pero ahora sí, adecuados a un proyecto nacional de desarrollo autónomo, sin el cual difícilmente podrá lograrse cualquier tipo de desarrollo real.

Nuestros países cuentan entonces con un capital-base, dado por técnicas y concepciones propias para la relación con la naturaleza, creencias comunes, folklore, historia oral, tradiciones culturales, comunicaciones directas, expresiones artístico-populares, diversas formas de recreación social, etc., recursos todos que conforman una realidad ya disponible, a la cual no deberíamos de ningún modo renunciar mientras pudiera servirnos para reforzar la cohesión ideológica y espiritual de nuestros pueblos, así como para desarrollar sus estructuras de organización y la cohesión de su personalidad nacional.

La instancia más avanzada, sujeta hoy todavía al monopolio de las grandes metrópolis, dueñas de los recursos tecnológicos o industriales, debería ser destinada a complementar y reforzar aquellas otras, sin pretender por ello sustituirlas; al menos hasta que a través de la práctica misma demostrara su mayor capacidad para organizar creativa y liberadoramente la potencialidad de nuestros países.

Podríamos, finalmente, sintetizar estas ideas de manera quizá un tanto esquemática, pero útil desde el punto de vista de la elaboración de políticas comunicacionales en países con escaso desarrollo industrial y tecnológico y sujetos a situaciones de dependencia:

a) El desarrollo material, económico, industrial o tecnológico no traduce nunca por sí solo, un modelo de más calidad, de mayor valor, es decir, un modelo de desarrollo real. El desarrollo de una nación y de un pueblo es Íntegra/y armónico o no lo es.

b) Un alto índice de producción y consumo de medios masivos no indica necesariamente, y por sí solo, un mayor nivel de comunicación en lo interno de una sociedad.

c) El mayor o menor grado de comunicación entre quienes conforman un país, una comunidad o un sector social, no está dado en primer término por su capacidad comunicacional en términos de medios tecnológicos y masivos, sino por el mayor o menor nivel de organización social, espiritual y material, de sus integrantes.

d) Si su objetivo principal es el incremento de las comunicaciones entre los hombres, la labor esencial de los medios llamados masivos, estaría dada por la capacidad que demuestren para contribuir, en lo que les es propio, a formas superiores de organización social y popular, sin cuya existencia difícilmente podrá hablarse de verdadero desarrollo comunicacional.



REFERENCIAS

1. Frantz Fanon. “Los condenados de la tierra”. Fondo de Cultura Económica. México, 1969.

2. Fernando Solanas y Octavio Getino. “Cine, cultura y descolonización”. Siglo XXI. Bs. Aires. 1973.

3. Frantz Fanon. Ob. cit.

4. Manuel Vázquez Rojas. “Zoo literatura peruana”, en Suplemento dominical de “El Comercio”. Lima. 3-2-80.

5. Werner Heísemberg. “La imagen de la naturaleza en la física actual”. Seix Barral. Barcelona. 1969.

6. Aristóteles. “Retórica”. Edic. Cristal. México. 1972.

7. Platón. “Fedra”. Ed. UNAM. México. 1945.

8. Julián Licastro. “Geopolítica y Comunicaciones”. Documento Interno del IV Curso Seminario de Trabajadores de las Comunicaciones. Caracas. Octubre 1978.





3. ESTADO NACIONAL Y MEDIOS DE COMUNICACIÓN

Estado-Nación, nacionalismo y dependencia informativa

La idea de nación no data de tres siglos atrás; recién con la aparición de la burguesía, y concretamente después de la Revolución Francesa, surge la nueva concepción ce los Estados Nacionales. Ella se trasladé a nuestro continente, en 1796, con la independencia de las colonias inglesas y la constitución de los Estados Unidos de América. Las naciones latinoamericanas comenzaron a constituirse al menos formalmente como tales, a partir de las gestas emancipadoras del siglo XIX, en un proceso que aún no ha concluido.

Para la burguesía de las naciones centrales la idea de nación estaba presente en su política de expansión como clase —no sólo en el interior de las fronteras nacionales sino más allá de ellas—, dirigida a la dominación de las áreas periféricas, fuentes al principio de materia prima y luego bases para la ampliación de sus mercados. Tanto la idea de nación como el nacionalismo de las metrópolis dominantes, están asociados a la restricción de libertades en las regiones periféricas, a fin de que éstas no logren construir verdaderas nacionalidades, por cuanto las mismas significarían un freno poderoso a la expansión imperial.

Como dice Juan José Hernández Arregui: “El nacionalismo adquiere connotaciones irreductiblemente contrarias según las clases sociales que lo proclaman o rechazan. Hay pues un nacionalismo reaccionario y un nacionalismo revolucionario. Un nacionalismo ligado a las clases privilegiadas —aunque adopta a veces cierta actitud crítica frente a ellas— y un nacionalismo que se expresa en la voluntad emancipadora de las grandes masas populares. Mantener el equívoco entre ambas concepciones del nacionalismo, en el que están complotadas todas las potencias colonialistas del presente, tanto como las clases encumbradas de los países coloniales y destinado a velar el sentido real de nacionalismo revolucionario, ha sido, respecto a estas nacionalidades sin soberanía real, una de las más diestras y calculadas defraudaciones de la filosofía del imperialismo”

Mientras que el nacionalismo de las metrópolis dominantes es encabezado por sus clases sociales hegemónicas —contando muchas veces con la complicidad en el usufructo, de sus clases sociales medias e incluso bajas— el nacionalismo y la voluntad de construir verdaderos Estados Nacionales autónomos, aparece con la resistencia de los sectores populares a la dominación imperial, que es también la resistencia a los sectores encumbrados, cómplices de tal dominación.

El pueblo es en nuestro caso, la manifestación política, dinámica del trabajo social acaparado por las naciones imperiales y por las clases dominantes locales; es, o puede ser la unidad política concreta que resiste objetivamente, a través de la defensa de sus intereses, a las metrópolis dominantes. Esa unidad tiene en los sectores sociales relegados, principalmente en la clase trabajadora, a su protagonista esencial, en tanto ellos expresan al sujeto social que devino objeto de explotación y uso: la nacionalidad trabada o impedida en su proyecto de desarrollo y consolidación.

Nuestro nacionalismo, como dice Vivian Trías, “es un nacionalismo de masas. La lucha de la clase obrera, del campesino, del vasto movimiento policlasista por lograr el desarrollo económico y la justicia social se realiza en el plano político mediante la creación de la nación. Las clases explotadas pugnan por crear la nación soberana e independiente, porque sólo así pueden acceder al progreso económico y social. . . No se puede aislar la Independencia económica de la Independencia política; son una sola cosa. Por estas razones las oligarquías son cipayos, y las masas, patriotas. El patriotismo ha dejado de ser, como en el siglo pasado, un atributo burgués para convertirse en un atributo popular y proletario” 2

En la historia de nuestros países, antes que hablar de Estados-Naciones, cabría hablar casi siempre de Estados Oligárquicos, que luego darían sustento a Estados de Capitalismo Dependiente en las áreas eco nómicamente más desarrolladas. Ello es así, puesto que la nacionalidad está expresada básicamente por el pueblo organizado o en proceso de organización, y particularmente por las mayorías relegadas o sometidas. Un elemento original se introduce a su vez en América Latina, como es el de la idea y voluntad de una nacionalidad con vocación latinoamericanista. Ella aparece en la gesta emancipadora, pronto frustrada por las élites vinculadas a los poderes europeos, y se da en todas las grandes tentativas regionales de esta Patria Grande que es América Latina. Bolívar desde el Norte y San Martín desde el Sur, abrazándose en Guayaquil, son la expresión de infinidad de voluntades manifestadas en cada provincia-país de este continente, tanto por los pueblos, como por sus genuinos representantes y conductores.

Por ello el concepto de nacionalismo está referido siempre, en nuestra visión, a un proceso de convergencias crecientes, y de aspiraciones compartidas, desde la situación particular y diferenciada de cada pueblo.

Aunque existe un pasado común y un proyecto más o menos semejante en vías de construcción, se mantienen diferencias de desarrollo y ello se traduce en la existencia de diversos polos, de alguna manera competitivos, circunstancia ésta sobre la cual continúa asentándose el poder imperial.

El concepto entonces, de desarrollo nacional, no implica obligada- mente la posibilidad de una liberación nacional reducida a los estrechos y arbitrarios límites políticos de cada país latinoamericano. Antes bien, esa liberación constituye un proceso, una empresa llena de dificultades que debe ser compartida por el conjunto de nuestros pueblos si es que aspiramos al éxito y no a la derrota. “El año 2000 nos encontrará unidos o dominados”: esta frase, reiteradamente explicitada en la Argentina, y referida a los países latinoamericanos, es compartida sin duda en el resto del continente. No es casual entonces la intensificación de las relaciones, convenios y acuerdos en diversas regiones (Pacto Andino, países del Caribe, etc.) Ello es así porque los países y las naciones están cada vez más interrelacionados entre otras cosas como producto de la situación de deterioro que se vive a nivel mundial y toda pretensión de autonomía absoluta carecería de viabilidad. Los grandes problemas del desarrollo nacional son simultáneamente de orden regional e internacional; lo cual obliga a consolidar también la autonomía nacional —desde la perspectiva de una creciente cooperación latinoamericana— en la estructura del espacio internacional.

Comunicaciones y desarrollo nacional

Cuando nos referimos a las naciones dominantes lo hacemos atendiendo a la situación de hegemonía que las caracteriza y que está dada por el potencial de sus recursos, al margen de las posiciones ideológicas que se sustenten. ¿Significa esto una omisión de los conflictos básicos observables entre una y otra área hegemónica? Entendemos que no; los antagonismos ideológicos se mantienen. Sin embargo, los intereses económicos, industriales, militares, así como las circunstancias geopolíticas propias de cada nación dominante, establece entre ellas y los países dependientes niveles de diferenciación que antes que atenuarse se incrementan. Existen naciones poderosas y ricas, y países dependientes, semi y subdesarrollados; histórica y objetivamente esto es una realidad indiscutible. Puede hablarse o escribirse sobre las coincidencias existentes en relación al tipo de sociedad a construir, pero nadie puede omitir que para llegar a hacerlo —igual que en lo interno de un Frente Nacional— existen las clases burguesas poseedoras (las regiones centrales), y las clases populares desposeídas (las regiones proletarizadas y periféricas). La coincidencia entre unas y otras podrá ser justificable en determinadas coyunturas para el enfrentamiento a los adversarios principales, pero no elimina las contradicciones “internas”, establecidas por los diversos niveles de desarrollo o de Poder de cada país (rico o pobre). Estas diferencias se verifican también en las políticas comunicacionales y en los modelos que se establecen al respecto. La Europa capitalista y los EE.UU. coinciden en un semejante proyecto de sociedad, pero nadie ignora sus propias contradicciones y sus subyacentes o explicitados enfrentamientos, que se agravan si analizamos el tipo de dominación que ejercen sobre áreas dependientes obligadas a respetar un similar proyecto de desarrollo. Pero aunque omitamos por el momento este último aspecto, las diferencias en cuanto al enfoque del manejo comunicacional se expresan incluso entre naciones con semejantes niveles de desarrollo; es lo que ocurre, por ejemplo, en la política seguida por la TV en EEUU y la aplicada por la TV italiana, francesa, sueco o alemana. Coincidentes en la defensa de un medio masivo de carácter vertical y autoritario, como es la televisión (tal como en términos generales se la utiliza), las semejanzas son menores cuando se comparan diversos aspectos del modo de uso: enfoque cultural, tipo de programación, carácter educativo o comercial, etc.

En el área socialista ocurre algo semejante, si nos atenemos a sus naciones más poderosas. Mientras que la Unión Soviética, por ejemplo, coincide de algún modo con Occidente en la priorización de los medios de comunicación masiva (prensa, radio, televisión, cine), China Popular, enfatiza en medios de otro tipo como son la ópera tradicional convertida en medio de comunicación política por excelencia, o la labor de las organizaciones de masas dedicadas a suministrar información y doctrina a nivel interpersonal, de acuerdo a los criterios de la política dominante.

Es decir que la definición de un proyecto comunicacional no se rige solamente por las afinidades en relación a un modelo de sociedad o a una determinada coincidencia ideológica. Existen diversos factores nacionales o regionales que inciden a veces de manera fundamental en la construcción de dicho proyecto. Entre estos factores destacamos los económicos, los culturales y los políticos.

Por un lado, el nivel alcanzado por un país en su desarrollo económico-productivo, determina básicamente sus posibilidades comunicacionales. La insuficiente electrificación rural, por ejemplo, los limitados medios de vialidad y de transporte y los elevados costos de la tecnología de los medios masivos, unidos a la carencia de adecuados ingresos en la población, reduce a porcentajes ínfimos la posibilidad de producir y consumir en muchos de nuestros países medios radiales, televisores, cinematográficos o impresos. Incluso, aunque quisiéramos proponérnoslo, la realidad objetiva de nuestra situación lo dificulta o impide. En efecto, ¿de qué valdría una tentativa de masificación del medio televisivo, si previamente no se resolvieran aspectos elementales de electrificación cuyos costos suelen escapar a las posibilidades efectivas de un país con escaso desarrollo?

Por otro lado, una situación caracterizada por altos índices de analfabetismo, deserción escolar o disgregación cultural, condiciona a su vez la elección de determinados medios. ¿Cómo propiciar, por ejemplo, el consumo de publicaciones, revistas o periódicos en un espacio dominado por el analfabetismo, sin hablar ya de los bajos recursos económicos de la población?

También ciertos factores políticos influyen de manera destacada. La existencia de procesos nacionales dominados por la autoridad de fi- guras con gran ascendencia en vastos sectores sociales hace que la presencia de las mismas se haga necesaria, y a veces permanente, en los medios masivos de algunos países, a fin de subsanar la ausencia de otras formas más avanzadas de organización político-social. Desde la cúspide del poder, la palabra conductora —para bien o para mal del país— se yergue entonces, procurando dirigir el accionar de las grandes masas, situación ésta que incide sin duda en la definición de los modelos comunicacionales operantes en diversos países, o en determinadas etapas de la vida de los mismos.

Factores económicos, geográficos, culturales y políticos constituyen así parte de los indicadores básicos condicionantes y/o determinantes de las posibilidades y necesidades reales de una política comunicacional. Su estudio se hace en consecuencia indispensable, ya que del conocimiento profundo que tengamos de las características de un país, así corno del marco internacional donde desenvuelve sus relaciones, será posible extraer las recomendaciones más acertadas para un verdadero desarrollo comunicacional.

El Estado Nacional y la dependencia de los medios

Los grandes avances tecnológicos operados en los últimos decenios trastornaron básicamente las políticas comunicacionales.

La aparición de la energía eléctrica modificó las nociones de tiempo y espacio en materia de comunicaciones. Hasta ese entonces, la velocidad de aquellas dependía de la infraestructura vial y de transportes; la electricidad vino a escindir el área del transporte de la de las comunicaciones. Espacio y tiempo se redefinieron entonces de manera sustancial.

Los posteriores avances en la tecnología determinaron una reducción aún mayor en el tiempo, lo cual se tradujo también en mayores distancias relativas. El espacio mundial se comprimió, incrementándose simultáneamente las relaciones de interdependencia, y el acercamiento de las periferias al centro, en una situación densa y explosiva que abre nuevos problemas y perspectivas para la humanidad.

En el campo de las comunicaciones y para acelerar los procesos acumulativos en su beneficio, las naciones imperiales han desarrollado una política que sintéticamente les permite:

a) Integrar un sistema mundial de comunicaciones al servicio de sus intereses.

b) Sofisticar las tecnologías comunicaciones, acentuando cada vez más la brecha entre países dominantes y dominados, e incrementando nuestra dependencia.

c) Monopolizar la industria de las comunicaciones.

d) Militarizar las comunicaciones a través del complejo industrial militar.

e) Impulsar una frenética carrera tecnocrática y consumista que fomenta la irracionabilidad en la planificación, programación y funcionamiento de las empresas en nuestros propios países.

f) Desarrollar el espionaje industrial y estratégico del tráfico de comunicaciones en todo el mundo.3

Hace pocos años, la UNESCO señaló índices deseables para el consumo de medios de comunicación masiva en países en desarrollo; según dicha institución lo mínimo deseable en esas regiones para cada 100 habitantes, sería: 10 ejemplares de diarios, 5 receptores de radio, 2 receptores de televisión, y 2 butacas en las salas de cine. Es obvio recordar que la inmensa mayoría de la población latinoamericana no está en condiciones de aproximarse ni mucho menos a dichos índices.

Sin embargo este tipo de indicadores de consumo adolece también de parcialidad al quedar limitado a los aspectos meramente cuantitativos; se refiere, naturalmente, a la cantidad de productos consumidos por habitante, pero no habla de ningún modo de la calidad de los mismos. De esta manera, un país podría cubrir esos índices, incluso con holgura, lo cual no significaría necesariamente que su población accediera a la información deseable, dado que para probar esto habría que incorporar también la cantidad de información útil y necesaria que existe en cada medio consumido. De lo contrario, el volumen de la información siempre resultaría ilusorio, de igual modo que si quisiéramos medir el consumo de alimentos por habitante limitándonos a la cantidad de platos que se ingieren por día sin indagar o que cada plato contiene, no ya como mera cantidad sino como calidad, es decir, como valor nutritivo para el desarrollo orgánico del individuo.

En un trabajo realizado a principios de esta década por el Centro Internacional de Estudias Superiores de Periodismo para América Latina (CIESPAL), se analizaron los 29 diarios de mayor circulación en el continente, escogiéndose además cuatro diarios, entre los más representativos de algunos países centrales, como ser: EE. UU., Francia. Inglaterra y la URSS.

Algunos datos arrojados por esa investigación probaron por ejemplo, que en la prensa latinoamericana de mayor tiraje:

a) Existe una sensible diferencia en los títulos informativos que presentan en primera plana los distintos diarios.

b) Ninguno de los principales diarios tiene circulación nacional verdadera; 24 de ellos tienen circulación menor al 1% de su tiraje fuera de la ciudad donde se editan y los otros 5 no llegan al porcentaje del 2.5%. Es decir, los más importantes diarios tienen un alcance meramente local, antes que nacional.

c) Las principales materias noticiosas de esos diarios, son: deportes y espectáculos, con un 18%del total del espacio de redacción; amenidades y crónicas sociales, con el 16%. Los asuntos triviales tienen muchas más importancia para estos medios, que aquellos que tienen que ver con el desarrollo: educación, ciencia, cultura, economía, etc.,

d) La acción publicitaria, propaganda y avisos ocupan por lo general entre el 30 y el 70%del total de espacio impreso en cada diario.

e) Las informaciones sobre América Latina ocupan un espacio mínimo. De un total de 4.788 informaciones analizadas a lo largo de dos semanas entre los 29 principales diarios del continente el 33.4%abordaba diversos hechos relacionados con América Latina; en cambio el porcentaje informativo sobre fútbol ascendió al 41.6%.

f) Prácticamente todo el flujo informativo de América Latina y hacia América Latina está en manos de agencias internacionales no latinoamericanas. La UI’) y AP, de EE.UU., controlan el 79% de ese flojo. Agencias europeas como ANSA y AFP controlan a su vez alrededor del 15%. Lo cual significa que entre las empresas norteamericanas y las europeas, dominan el 95% del caudal informativo sobre América Latina. Nuestros países se encuentran entonces, según el estadio efectuado por CIESPAL, al margen de la producción de sus propias informaciones.

Este dominio de las comunicaciones por parte de las grandes potencias tiende a reducir también nuestras propias fronteras nacionales, dado que el centro de dominación del sistema, se yergue ahora por encima de nuestras cabezas, fuera de nuestro alcance y en lo alto de una perspectiva espacial. Las naciones hegemónicas, a través de sus maniobras verticales, colocaron en órbita las claves del sistema, haciéndolas desplazarse alrededor del planeta delimitando de esa manera el espacio, lo cual institucionaliza la violación sistemática y cotidiana de nuestras jurisdicciones territoriales.

Aunque estos son algunos de los problemas más importantes que afrontan hoy los Estados Nacionales en materia de comunicaciones sociales y de telecomunicaciones, podríamos indicar que, en términos generales, es totalmente insatisfactoria la labor desarrollada en nuestros países para enfrentar dicha situación; esas limitaciones se llegaron a probar incluso en aquellos momentos —a veces fugaces— donde los pueblos controlaron áreas vitales del gobierno o del poder nacional.

Antes que de los Estados —nacionales o no— el tratamiento del tema fue preocupación constante de distintos sectores ajenos a una visión integral de la problemática nacional, o bien, dispuestos a manejarla en su particular beneficio; ellos fueron principalmente:

a) Los servicios de información transnacionales guiados por intereses económicos, políticos o militares.

b) Fundaciones o agencias internacionales, guiadas por criterios asistencialistas o bien de directa o indirecta penetración económica, política o cultural.

c) Diversas entidades privadas, vinculadas generalmente al negocio de los medios y de la publicidad, y por lo tanto, dependientes a su vez de los intereses privatistas y multinacionales.

d) Estudiosos o investigadores aislados, carentes de asistencia y dedicados a tratar aquello que se adecuara a sus posibilidades o preferencias personales.

e) Algunas instituciones estatales, o vinculadas a ellas, como es el caso de la Iglesia Católica o de organismos oficiales de poco relieve.

Se destaca en suma, la carencia de estudios y propuestas orgánicas y realistas en materia de política comunicacional que se inscriban en las necesidades de los proyectos nacionales de desarrollo.

Uno de los factores que inciden en mayor medida en este tipo de carencias, es la debilidad en cuanto a principios teleológicos, como son el de las finalidades que se procuran en los proyectos nacionales, a veces confundidos de manera “pragmática” o ideologista, con otros proyectos. Por ello, de no existir claridad sobre los fines, los criterios de decisión se bloquean, así como los de definición de estructuras funcionales y organizativas, y los de evaluación.

Ello obliga a precisar claramente antes que nada los objetivos nacionales esenciales, consustanciados con la tradición, características y posibilidades reales de desarrollo autosostenido existentes en cada país, a fin de traducirlos en objetivos operacionales que deberán ser alcanzados en las diferentes áreas de la vida nacional, en determinados plazos y en un orden estratégico de prioridades.

Este enfoque no implica de ningún modo un repliegue, o al menos no lo implica necesariamente, frente a las nuevas tecnologías nacidas en las naciones dominantes,, gracias al usufructo que ellos han ejercido de las capacidades y recursos de toda la humanidad, incluidos nosotros, obviamente. Entre el rechazo a ultranza de esos avances —que, insistimos, también nos pertenecen— y la adopción pasiva de las tecnologías y los modos de pensar que las acompañan, pueden existir posibilidades intermedias necesarias de ser analizadas, experimentadas, según sean las circunstancias nacionales, y que no son las mismas, con seguridad, en la Argentina que en Honduras, o en Cuba comparándolas con las de Bolivia. Algunas naciones han probado, por ejemplo, que la adopción y la imitación llevadas a sus últimas instancias, no fueron motivo de involución o subdesarrollo. El caso del Japón resulta, por lo menos, ilustrativo. Un país especializado en copiar hasta el último detalle las tecnologías y productos originarios de Europa o en EE.UU., fue capaz de desarrollar tecnologías a su vez altamente competitivas, y en gran medida superiores a las imitadas, con lo cual afirmó su desarrollo socioeconómico, industrial y tecnológico, sin perder de ninguna manera lo esencial de su identidad nacional. Es más: precisamente en la preservación de ésta, en lo que tiene que ver con sus aspectos ideológicos y culturales, sustentó la capacidad de recibir y devolver, sustancialmente mejorados, los productos nacidos en otras potencias mundiales. Supo limitar su adhesión a buena parte de los modelos culturales propiciados por aquellas, y reafirmó los propios basándose en las capacidades creativas de sus empresarios, científicos, técnicos y del pueblo en general. De ese modo, es decir, afirmándose en su identidad cultural y en las aptitudes de imaginación y creación popular heredadas a lo largo de la historia, pudo apropiarse de tecnologías ajenas e imprimirles al menos un nivel competitivo muy elevado, obteniendo rotundos beneficios en ese proceso. Obviamente, en este caso que abordamos, existen otro tipo de circunstancias que explican también la experiencia vivida en ese país, como son su historia, su modelo de desarrollo, etc.; sin embargo el ejemplo podría contribuir a las reflexiones necesarias de efectuar en este tipo de problemas.

Es evidente que en las etapas previas a la consolidación de un Estado Nacional, caracterizadas por la resistencia o la ofensiva popular hacía la conquista del poder, las finalidades, así como su traducción en objetivos operacionales, comienzan a ser delineados y precisados desde las organizaciones sociales, sean ellas políticas, sindicales o agrupamientos de técnicos y profesionales imbuidos de una vocación de servicio hacia el país real. Sin embargo, el propio carácter de esta situación, que impide acceder al conjunto de la verdadera información de la realidad nacional, parcializa la visión de los objetivos. Ellos quedan sujetos a nociones muy generalistas o a esquemas de operatividad condicionados por la urgencia de la acción política coyuntural, situaciones que se hace necesario enfrentar y resolver positivamente a través del análisis científico y creativo de las necesidades y posibilidades de cada país.

El monopolio de la información, que permite al universitario norteamericano, o europeo contar con más datos sobre nuestra realidad que al propio estudioso latinoamericano, obliga al Estado Nacional a cubrir diversas etapas básicas comenzando por:

a) Investigación.

b) Planificación

c) Ejecución.

d) Evaluación.

Estas actividades constituyen un proceso ininterrumpido y simultáneo, a través de cuya circularidad y complementariedad se ajustan los objetivos al servicio de finalidades nacionales cada vez más claras.

Investigación

La etapa de investigación y estudios, si bien se refiere principalmente a su objeto de trabajo: los medios de comunicación, procura profundizar el nivel de conocimientos sobre las relaciones entre éstos y el contexto nacional e internacional. En este sentido comprende entre sus objetivos prioritarios el estudio de información sobre:

1. Asuntos políticos (incluyen estrategias de desarrollo).

a) Nacionales.

b) Internacionales.

2. Economía y problemas sociales.

a) Ecología, producción, distribución, aspectos demográficos.

b) Políticas regionales.

c) Políticas sociales.

d) Políticas administrativas.

e) Relaciones internacionales.

3. Educación, ciencia y tecnología.

a) Analfabetismo y semianalfabetismo.

b) Educación formal e informal que incluye capacitación profesional y educación de adultos.

c) Enseñanza universitaria.

d) Investigación y tecnología.

e) Problemas lingüísticos.

4. Cultura y recreación.

a) Antecedentes y actividades culturales básicas.

b) Actividades de recreación y deportivas.

c) Intercambio internacional.

5. Transportes y telecomunicaciones.

a) Vías de comunicación.

b) Recursos energéticos (electricidad).

c) Telecomunicaciones.

En lo específico de los medios de comunicación tecnológica (radio, televisión, prensa escrita, cine, redes de bibliotecas y documentación), corresponderían estudios más específicos sobre la situación existente, referidos prioritariamente a:

1. Alcance, estructura y organización.

2. Contenidos dominantes.

3. Producción y consumo.

4. Utilización de insumos.

5. Financiamiento.

6. Política general de comunicación.

7. Planes de desarrollo.

8. Comunicaciones internacionales.

Este tipo de estudios debería comprender antes que nada, a cada uno de los principales medios y canales de comunicación. Esquemáticamente trazamos una propuesta de guía para la obtención de información, que en lo referente a los aspectos de mejoramiento de infraestructuras y de economía, coincide en rasgos generales con la elaborada por la UNESCO en febrero de 1974 para los sistemas nacionales de información, y en lo que tiene que ver con los otros puntos, toma como base alguna de las propuestas formuladas por algunos agrupamientos de técnicos y profesionales argentinos entre 1972 y 1973.

1. Alcance, estructura y organización de los medios

Radio y TV:

Año de introducción de cada red al país.

Número de redes y frecuencia de operación. Número de aparatos transmisores por red.

Productoras de programas por red (número y localización).

Alcance de cada red: geográfico, demográfico (rural y urbano).

Estaciones locales de radiodifusión (número, localización y alcance geográfico y demográfico).

Cálculo del número y distribución regional de los aparatos receptores: privados (hogares, automóviles) escuelas, organizaciones y grupos sociales.

Asociaciones profesionales.

Prensa:

Número de publicaciones y circulación de cada una: locales o regio- les; nacionales, extranjeras.

Organización del sistema de distribución para la prensa dentro del país y en el extranjero.

Acuerdos profesionales nacionales e internacionales.

Estructura y organización de la prensa especializada al servicio de otros medios de comunicación o de actividades educativas.

Cine:

Evolución de la producción y explotación de películas.

Aspectos de la industria cinematográfica: productores, distribuidores, exhibidores, laboratorios y empresas de procesamiento, técnicos y trabajadores.

Número de películas producidas nacionalmente por categorías.

Número de salas de exhibición y capacidad: equipos fijos, equipos móviles.

Distribución regional y capacidad de las salas n términos de proporción demográfica (rural y urbana).

Disposiciones para producción y utilización de películas en televisión.

Asociaciones profesionales.

Agencias informativas:

Evolución de la información nacional y del sistema de acopio y difusión de noticias.

Organizaciones o agencias nacionales y extranjeras a cargo del suministro de información.

Características del trabajo y de la organización.

Media anual de número de palabras o idiomas en que suministran servicios de: noticias e informaciones, servicios especializados.

Tipo de medios de transmisión utilizados en las filiales nacionales y extranjeras.

Participación en asociaciones internacionales.

Relación del servicio de información oficial con las agencias de noticias.

Servicios bibliotecarios y de archivo existentes.

Agencias de publicidad:

Porcentaje aproximado del PNB insumido en publicidad. Parte del mismo que se emplea por medio de las agencias.

Número de agencias, características, vínculos con los medios de formación, distribución regional y especialización de las agencias.

Características y función de las agencias extranjeras.

Distribución de la publicidad en los diferentes medios.

Tipos de publicidad más utilizadas.

Servicios de investigación de las preferencias del público e información que se proporciona de los resultados.

Servicios de publicidad controlados por el Estado.

2. Contenidos dominantes:

Tipificación de los mensajes más frecuentes en cada medio.

Análisis de contenidos de los mensajes.

Análisis de los sistemas retóricos utilizados en cada medio.

Análisis de las pautas explícitas o implícitas de censura en cada medio.

Análisis de los efectos de los medios sobre la población rural y urbana, y según sexo, edad, nivel social y educativo.

Análisis de la labor de los medios en diversas áreas sociales: infancia, juventud, mujer, etcétera.

3. Producción y consumo:

Promedio de producción, anual, mensual y diaria de tipos repetitivos, en series, sistemáticos; de tipos innova torios.

Desglose por categoría de los productos: cuestiones políticas; cuestiones económicas y sociales; educación, ciencia y tecnología; cultura y recreación; publicidad.

Aplicación de controles y evaluaciones de calidad.

Proporción de material informativo adquirido en relación con la producción total.

Proporción de material informativo vendido a otros medios nacionales o extranjeros.

Producción destinada a determinados grupos sociales.

Sistemas de planificación de la producción.

Tipos de distribución de la producción.

Tiempo y fondos invertidos en la producción de los diversos medios por grupos sociales seleccionados.

4. Utilización de insumos:

Volumen de las inversiones en precios corrientes y precios constantes.

Promedio del aumento neto del valor total de las inversiones.

Desglose de los puntos anteriores por categorías de inversión, por ejemplo: edificios, equipo, infraestructura, insumos; administración, producción, distribución, recepción técnica.

Costos y tipo de gastos: producción, distribución, etc.; divisas extranjeras.

Costos de los programas, productos o servicios adquiridos: en el mercado nacional, en el extranjero (según origen).

Volumen del empleo por tipo de actividad y calificación del personal.

Convenios para la capacitación de personal.

Datos sobre la utilización de la capacidad en los distintos servicios.

Evaluación de las inversiones, los costos corrientes y el volumen del empleo, como parte de la actividad económica nacional.

5. Financiamiento:

Principales recursos financieros para la producción. Cantidades totales y proporción correspondiente a cada uno de ellos: de procedencia nacional; de procedencia extranjera, sea para inversiones o gastos corrientes.

Esquemas de expansión y cambios estructurales.

Financiación correspondiente a los usuarios de los medios: precios por unidad y ventas totales de los productos; promedio de precios y de inversiones para equipos de recepción.

Financiación de los medios en el contexto general de la economía nacional.

6. Política general de comunicación:

Función del gobierno en el sistema de comunicaciones.

Controles legales y reglamentarios.

Requisitos para la concesión de licencias.

Métodos de nombramiento de personal directivo.

Actividades de promoción o asistencia gubernamental a los diversos medios.

Carácter y función de la censura.

Política en relación con: financiamiento de los medios y control financiero; cuestiones fiscales (tasas, subsidios, etc.); divisas extranjeras (derechos, licencias, etc.).

Política de control de actividades de empresas o instituciones extranjeras en materia de medios.

7. Planes de desarrollo:

Evaluación de los programas y planes de desarrollo.

Asistencia y cooperación internacional para el desarrollo.

Sistemas y metodologías de planificación.

Planes de desarrollo en cada medio y en cada área de trabajo (educación, información, recreación, relaciones internacionales, etc.)

8. Comunicaciones internacionales:

Intercambio de producciones: por países; por empresas e instituciones; por tipo de contenido.

Intercambio de personal profesional o en proceso de capacitación: por países; por tipo de capacitación.

Comercio internacional de equipos e insumos.

Acuerdos bilaterales y multilaterales y asociaciones de los medios.

Estudios de la situación de los medios en los países vecinos preferentemente, y en otros países del mundo sobre aspectos de: naturaleza de los medios; sistemas y características; métodos de recepción y procesamiento de la información; relación de dominio en los medios; políticas y estrategias gubernamentales en los medios; recursos técnicos, esquemas organizativos y costos de medios convencionales, y de otras vías de experimentación.

Cada uno de estos puntos requiere de desgloses y precisiones que escapan al propósito de este trabajo; queda sin embargo, una idea aproximada de la amplitud y complejidad de los estudios a realizarse aplicados a los medios de comunicación masiva.

Existen otros estudios de tanta o mayor importancia y que se dirigen a analizar y evaluar los recursos que el país ya posee y que han sido concretados a lo largo del proceso histórico, social y cultural de cada pueblo; nos referimos, en primer término, a los medios de comunicación primaria o tradicional.

La principal forma de comunicación en la mayor parte de la población latinoamericana, continúa siendo la de tipo interpersonal o directo; a través de ella se desenvuelven los aspectos más importantes de la tradición cultural, la formación de los individuos (familia, escuela, iglesia, comunidad, etc.), la organización y las relaciones sociales. Ello es producto, en gran medida, del carácter escasamente industrializado y predominantemente agrario de la vida socioeconómica y cultural de muchos de nuestros países; inclusive en las áreas urbanas, constituidas mayormente por corrientes migratorias —internas o externas— de origen rural, la comunicación boca-a-oído sigue conformando la base angular de las comunicaciones, a pesar de (a creciente presión de los medios masivos.

Esta forma básica de la comunicación se desarrolla no sólo en el denominado tiempo “libre” de la población, sino también en los momentos de trabajo remunerado, sean ellos en las áreas rurales o urbanas.

Junto al estudio de comunicaciones directas en el tiempo de trabajo o en el tiempo “libre”, correspondería indagar la relación existente entre las mismas y las actividades orgánicas de la población, es decir, la manera en que aquellas se dan en los procesos de organización social.

El estudio de las formas de organización popular, en la medida que ellas sean auténticamente representativas a nivel social, político, o cultural puede servir para mejorar también el empleo de tecnologías comunicacionales directas, que suelen ser las más habituales en ese tipo de organizaciones.

En la medida que la organización de la población para la defensa de los intereses nacionales y de los derechos sociales es uno de los objetivos principales de un Estado Nacional, las formas de comunicación que contribuyan a ello merecen una atención prioritaria en cualquier política comunicacional. Esta situación obliga a recuperar y revalorizar el papel de la comunicación interpersonal, el rol de los promotores y de los líderes y dirigentes populares, así como la necesidad de su capacitación creciente para hacer de estos recursos comunicacionales, herramientas de integración y de organización cada vez más eficaces, en vistas a la mayor participación y gestión del pueblo organizado en la problemática de su desarrollo.

También las comunicaciones directas encuentran en la vida cultural y recreativa de cada pueblo diversas manifestaciones de indiscutible importancia. La tradición cultural, los recursos, acumulados a través de la práctica social de un pueblo a los largo de su historia conforman un elemento primordial de estudio, ya que dicha tradición y recursos constituyen capitales locales, muchas veces subestimados por la situación de dependencia y desarraigo, pero necesarios para restituir en toda su dimensión, valor y posibilidades para el desarrollo de nuestras respectivas personalidades nacionales.

En este sentido destacamos algunas áreas de estudio, necesarias de ser atendidas.

1. Recursos histórico-culturales:

Antecedentes de los recursos comunicacionales de valor histórico, cultural y evolución de los mismos. Su situación en el momento actual;

Importancia de los recursos en las principales regiones del país y su nivel de influencia y relaciones con las restantes regiones

Relaciones entre recursos y educación formal e informal y promoción cultural.

Recursos histórico-culturales y medios de comunicación social.

Política estatal, legislación, protección y promoción de los recursos; asistencia y cooperación de sectores públicos, no públicos; nacionales y extranjeros.

Estudio pormenorizado de los recursos: folklóricos (danzas, música, historia oral, tradiciones, leyendas, fiestas patronales, fiestas regionales, arqueología, etc.); artesanales (imaginería, talla, textilería, cerámica, metalistería, plástica, etc.).

Evaluación de recursos materiales y humanos.

2. Promoción cultural:

Antecedentes y evolución de las actividades de promoción cultural en áreas rurales y urbanas.

Política estatal en relación a la promoción cultural y actividades de los sectores involucrados directamente (educación, instituciones de cultura, etc.).

Actividades de los medios de comunicación en la promoción cultural.

Estudio pormenorizado de las actividades principales (fiestas populares, espectáculos, música y danza, teatro, títeres, plástica, literatura, difusión y fórum de películas, programas de TV, audiovisuales, bibliotecas, etcétera).

Evaluación de las actividades recientes.

Estudios económicos de las actividades.

Personal capacitado; planes de asistencia y cooperación.

3. Recreación y deportes:

Evaluación de las actividades deportivas y de recreación, infraestructuras existentes, personal capacitado, repercusión en la población.

Turismo interno y comunicación social.

Política estatal de promoción y asistencia.

Convenios internacionales.

Sectores no públicos relacionados con la promoción de actividades comunicacionales.

Actividades por región y por medio utilizado.

Estudios económicos de las actividades.

Evaluación de la recreación social y las actividades deportivas en su posibilidad como medios de comunicación y organización social.

Enfocadas las comunicaciones sociales, como expresión de las relaciones existentes entre los hombres y entre éstos y la naturaleza, los estudios pueden ampliarse también a otras actividades como son: planificación urbana, ordenamiento espacial, arquitectura ambiental, diseño de objetos y juguetes, modas, alimentación, etcétera.

Cada una de estas actividades expresa una cosmovisión que las orienta hacia la dispersión o el despilfarro, o bien hacia un uso coherente, sistemático —tanto en lo funcional como en lo estético— que sirve al refuerzo de las relaciones en una comunidad, así como al autoconocimiento (autovaloración y autocrítica) de sus realidades peculiares.

No se trata de abordar por ejemplo, una actividad folklórica o deportiva, con un sentido meramente festivo, turístico o lucrativo; por el contrario se procura la indagación de sus posibilidades, entendiéndolas como recursos de comunicación social, renovables y actualizables permanentemente, y colocados al servicio de la integración ideológico-espiritual de la comunidad.

Planificadores, antropólogos o economistas tendrán sus razones para abordar estas expresiones y actividades desde lo específico de sus disciplinas; resultaría absurdo negar la importancia de dicha labor. Sin embargo, corresponden también incorporar a la misma un estudio pormenorizado que permita diagnosticar las posibilidades de cada uno de los medios señalados, a fin de fortalecer la organización material y espiritual —es decir, las comunicaciones sociales— de una comunidad. Enfocados ellos desde una perspectiva de desarrollo comunicacional, aparecerán limitaciones y virtudes que será necesario evaluar para incorporar estos recursos nacionales al sistema de comunicaciones del Estado y del pueblo.

Una actividad deportiva puede servir como está ocurriendo en la actualidad, por ejemplo, para convertir al pueblo en un mero consumidor de espectáculos, sea en el estadio de futbol o ante la TV; pero también, enfocada en su posibilidad dinamizadora, está en condiciones de facilitar el encuentro y la organización de la infancia y la juventud, dentro de los colegios o fuera de ellos, a través de clubes e instituciones, para estimular no sólo la educación física, sino, además, aquello que en este caso nos preocupa: las relaciones y las comunicaciones sociales, al servicio de un proyecto nacional de desarrollo.

Asimismo el trabajo artesanal puede ser concebido como fuente de trabajo o de comercialización; pero sirve también, para que la población esté posibilitada de expresarse, representar su cosmovisión y transmitirla. En la textilería, la cerámica y numerosos objetos de uso cotidiano o ceremonial, las culturas andinas representaron en una comunicación hacia los demás y consigo mismas, su visión de la existencia; la destrucción de tales obras por parte de los españoles “extirpadores de idolatrías” se dirigiría precisamente, no a la eliminación de simples objetos sino a hacer desaparecer dicha cosmovisión para convertir los productos artesanales en elementos cada vez más vacíos de mensaje, reducidos a fines ornamentales o lucrativos.

El diseño de un complejo urbanístico, de igual modo, puede estar dirigido a multiplicar las ganancias de los dueños de la tierra o de las empresas constructoras —y en el mejor de los casos a dar un techo a quienes no lo tienen—, pero también puede y debe contemplar las múltiples posibilidades que le son implícitas para facilitar las comunicaciones sociales de la población y sus formas de organización; por ello, a partir de la manera en que se haya concebido un complejo habitacional puede inferirse la atención prestada a las posibilidades de comunicación de sus usuarios, entre ellos y con el entrono y la naturaleza.

Otro tanto ocurre con la actividad turística posible de ser circunscrita a lo que se conoce como “industria sin chimeneas” para incrementar el ingreso de divisas o bien orientada prioritariamente a fortalecer, mediante el turismo social, la integración de los pueblos con sus ámbitos geográficos y socioculturales.

Es decir, cualquier actividad de una comunidad, merece de estudios orientados al aprovechamiento de los recursos nacionales en función del desarrollo comunicacional, para que éste pueda servir cada vez más al desarrollo nacional en sus múltiples áreas: educativas, culturales, recreativas, organizativas, etc., estrechamente vinculadas a las económico-productivas, políticas, militares y de defensa nacional.

Los estudios sobre recursos nacionales desaprovechados, se hacen más imperiosos aún, en situaciones donde se enfatiza en los medos masivos (asistencia extranjera, mediante), y se subvalora aquello que, perteneciéndonos desde siempre, podría servir de notable refuerzo a los modernos medios de comunicación.

• El tiempo “libre”

Uno de los aspectos más importantes a considerar, es el llamado tiempo “libre”, por la incidencia que las comunicaciones sociales tienen sobre el mismo.

La importancia de dicho tiempo conocido también como tiempo de “ocio” está ya fuera de toda discusión. Limitándonos solamente a su incidencia en el plano económico, baste recordar que en 1976 los norteamericanos invirtieron en dicho tiempo un total de 146,500 millones de dólares, es decir más que lo destinado en ese año en el presupuesto nacional a los gastos de defensa. Además, una nueva legislación del Congreso estadounidense permitió que muchas de las fiestas nacionales se hayan desplazado a los días lunes, a fin de aumentar el tiempo de descanso de la población. En Europa es común también la existencia de los denominados “puentes” los que, con motivo de algunas festividades permiten el aprovechamiento de cuatro o más días de “ocio”.

La comparación con la situación vivida en nuestros países resulta significativa; en nuestro caso, buena parte de la población disputa cotidianamente un espacio, pero no para el “ocio” sino para conseguir trabajo, en medio de una realidad donde crecen los índices de desocupación o de subempleo. Antes de plantearnos en nuestra situación el derecho al tiempo “libre” parecería ser mucho más necesario el reclamo al derecho• del tiempo de ocupación remunerada. Por otra parte, las grandes mayorías latinoamericanas apenas si experimentan algún mínimo desplazamiento más allá de sus lugares de trabajo o de la ciudad, e incluso, del barrio que habitan.

Siglos atrás, el tiempo dedicado por el hombre a la atención de los trabajos y actividades productivas de tipo material, era conocido como tiempo de negocio, o lo que es igual, tiempo de no ocio, mientras que el correspondiente ocio era aquel donde ciertos sectores sociales abordan actividades “superiores”, vinculadas al intelecto o al espíritu.

De ese modo, el tiempo libre de los hombres, también libres, de la sociedad primitiva, se distinguía del tiempo de los seres subalternos o esclavos, por un determinado tipo de trabajo antes que por un no-trabajo. Así, por ejemplo, un antiguo texto egipcio recomendaba: “Escribe en tu corazón que debes evitar el trabajo duro de cualquier tipo y ser magistrado de elevada reputación. El escriba está liberado de tareas manuales; él es quien da las órdenes’ La recomendación, como observamos, no iba dirigida a un goce de una mayor cantidad de horas “libres”, sino a vivir la libertad mediante un trabajo diferente; por tal razón las labores manuales eran propias de subalternos: “Yo he visto al metalúrgico cumpliendo su tarea en la boca del horno, con los dedos como los de un cocodrilo. Hiede peor que la hueva del pescado. ¿No quiere adquirir la paleta del escriba? Ella es la que establece lo diferencio entre tú y el hombre que manejo el remo”

Esa diferencia entre uno y otro tipo de trabajo fue posibilitada en Grecia mediante la existencia de dos tercios de esclavos sobre él total de la población, lo que permitiría a las élites dedicarse a menesteres “ociosos”, como la filosofía, la oratoria, los simposios o la tragedia.

Si se tiene en cuenta la distribución del trabajo impuesta entre los países centrales y los periféricos, y en lo interno de cada país, aquella situación no ha sido aún superada. Sin embargo, el ocio, tal como lo concebimos hoy, es un tema o un problema relativamente nuevo.

Durante muchos siglos —desde la última etapa del imperio romano hasta la mitad del siglo XVIII—, la base principal de la subsistencia estuvo dada por el trabajo sobre la tierra, tal como ocurre en la actualidad en buena parte de la población de nuestros países. Gigantescas masas campesinas ocupaban sus horas desde antes que el sol despuntara hasta más allá del ocaso, en un perpetuo doblegarse sobre la tierra para extraer de ella el vital alimento. El tiempo de trabajo era vivido como una fatalidad o bien como un castigo nacido a partir del pecado original. El tiempo de no-trabajo —salvo los domingos o festividades dedicadas al cumplimiento de los deberes religiosos— sequías, heladas, epidemias, guerras, invasiones, etc. En una economía de subsistencias, como es la que domina en casi todas nuestras áreas rurales, resulta incomprensible pretender una escisión del tiempo, entre descanso y trabajo. En la medida que no existen excedentes para que la población se inserte de manera adecuada en el sistema de relaciones capitalista dominante, se continúa viviendo aún el tiempo de trabajo como una fatalidad, careciéndose en buena medida de una valorización económica de lo que él representa. El valor del producto campesino, es impuesto desde afuera por un mercado que aquel no maneja y sobre el que sólo posee vaga información, o bien, dicho valor es propuesto por la familia campesina según sus necesidades de subsistencia. La guía para este valor, está dada por las relaciones con el mercado: compra de productos alimenticios, vestuario, utensilios, etc. pero no por una valoración del esfuerzo empleado ni mucho menos por el valor agregado.

Sólo con la aparición de la burguesía y el desarrollo industrial, o lo que es igual, con una nueva forma de distribución del trabajo y de apropiación de la plusvalía, aparece la noción del tiempo “libre”. Dueños de campos y aldeas, que por una u otra razón habían pasado a su patrimonio, los flamantes burgueses comenzaron a hacer uso de su segunda residencia, la “casa de campo”. El ocio comenzaba realmente a serlo, en la medida que la economía dejaba de ser de simple subsistencia, y comenzaba a estar usufructuada por un sector social que, además trabajaba, es decir, tenía su tiempo de ocio y su tiempo de negocio.

La revolución industrial y la consolidación de la sociedad capitalista permitieron el desplazamiento d las grandes masas campesinas a los centros urbanos y fabriles. El trabajador perdió totalmente el control del producto de su trabajo quedando convertido en espectador del disfrute del ocio de quienes lucraban con su esfuerzo. El ocio no era ya un hacer algo superior y distinto, sino un no-hacer a costa de los demás.

Las primeras insurrecciones obreras ocurridas en el siglo pasado agitaban consignas bien elocuentes como aquellas de “¡Quién no trabaja no come!”, o “¡Plomo o trabajo!”. Ell3s no alcanzaron sin embargo demasiado éxito, en la medida que quienes comenzaban a trabajar menos podían comer cada vez más.

Las reivindicaciones se derivaron entonces hacia una tentativa de reducción del tiempo de trabajo y una consecuente ampliación del tiempo “libre”. Las campañas por las diez o las ocho horas de trabajo así como por un tope horario semanal cada vez más reducido, se sucedieron y se suceden aún hoy; todo indica que se incrementarán con el desarrollo de las capacidades económico-productivas de cada sociedad.

Sin embargo, esta nueva realidad, la del tiempo “libre”, comenzó a ser estudiada y meticulosamente trabajada por los mismos capitalistas, quienes se dedicaron a producir objetos, programas o actividades para imprimir un determinado modo de uso a dicho tiempo, en la medida que podían lucrar tanto o más que con el trabajo cotidiano de los obreros o los campesinos. El tiempo de “ocio” fue convirtiéndose entonces en un formidable tiempo de neg-ocio, por quienes dominaban y dominan nuestras sociedades. Actualmente no basta ya la explotación de el tiempo de trabajo pagando al trabajador menos de lo que él produce, sino que esa explotación continúa en el trayecto de la oficina o de la fábrica a la vivienda, y en lo más íntimo del hogar, a través de la publicidad, el estímulo a las necesidades falsas, la desinformación disfrazada de información o el alejamiento de la realidad a través del manejo depravado de los medios de comunicación masiva, etc.

No es que los medios pretendan enriquecer el momento de pausa que todo individuo necesita entre una y otra actividad —es decir, facilitar ese “marginamiento” de la realidad que el individuo necesita a veces para distenderse y avanzar armónicamente—, sino que tratan de convertir lo que sería aceptable como pausa, en una permanente norma de conducta, una marginación ininterrumpida de la realidad, tanto en el tiempo de trabajo como en el otro tiempo, el llamado libre. Y ello se debe a que una sociedad montada sobre la base de la explotación del hombre por el hombre, o de unas naciones por parte de otras, no está en condiciones de poseer un tiempo efectivamente libre. Al estar montada la sociedad sobre bases injustas, ellas se proyectan indiscutiblemente sobre el conjunto del tiempo —el de trabajo y el de ocio— reduciendo a simple apariencia su potencial libertad.

Limitar entonces la reivindicación a una disminución del tiempo de trabajo en lo interno de una comunidad regida por la injusticia social no alcanza a resolver de ningún modo el problema. Disponer en un país de más horas “libres,’, sin haber resuelto la situación básica de injusticia social, es ampliar las horas “no libres”, bajo nuevos disfraces y mentiras.

Una sociedad se define por lo que su población hace tanto en el tiempo de trabajo, como en el tiempo llamado de ocio. Según la forma que emplee éste, se puede deducir fácilmente el sentido que imprime a su vida social, el proyecto y la cosmovisión que la guían.

Es indudable que en nuestros países existe una primera necesidad, que es a de ampliar el tiempo de trabajo, es decir proporcionar empleo a los millones de desocupados o subocupados y mejorar sustancialmente la calidad de vida en el interior de ese tiempo remunerado, pero existe también una necesidad que deviene de la satisfacción de esa primera: la de aprovechar productiva y creativamente el tiempo de “ocio”, sea cual fuere su dimensión. Esa situación debe ser atendida por el Estado Nacional, de manera positiva y con sentido de desarrollo social y no ya de apropiación individual.

El estudio de este problema, su discusión con la población, y la planificación de actividades orientadas a hacer del tiempo libre un tiempo de distracción creativa, es decir un tiempo productivo para el conjunto de la Nación y para cada individuo son tareas que el Estado no debería eludir dentro de sus responsabilidades. Ellas alcanzan a todos los sectores sociales y comprenden el conjunto de los medios y de los canales comunicacionales, sean ellos culturales, educativos, formativos o recreativos.

Esto obliga a un nuevo enfoque de cada uno de tales recursos, a la luz del proyecto de desarrollo nacional que el Pueblo Nación vaya elaborando y ejecutando. Desde tal perspectiva deberían redefinirse entonces las políticas a emplear en cada área.

Estado, medios masivos y tiempo libre

Permanentemente los medios de los medios investigan los modos de uso del tiempo “libre” de la población a fin de incidir en él con todo el potencial posible de información, publicidad o mensajes, para extraer el mayor beneficio posible.

Sin embargo, las horas de trabajo constituyen también un tiempo de gran importancia para las comunicaciones sociales; aunque los medios masivos le otorguen una menor atención (música funcional, programas de radio, etc.). Son horas que permiten una actividad potencialmente aprovechable para organizar de manera sistemática las comunicaciones, superando aquello que se realiza de manera improvisada y empírica. Nos referimos, por ejemplo, a la comunicación espontánea entre los trabajadores o los empleados, sea durante el trabajo mismo o en los momentos de descanso o refrigerio. También a los periódicos murales y a otros canales creados con voluntad o ingenio, por parte de los trabajadores o de sus organizaciones.

La mujer recibe igualmente mensajes comunicacionales mientras realiza las tareas domésticas, aunque ellos llegan por lo general a través de la radio o la TV en las programaciones matinales, conforme a intereses de quienes detentan el medio. En la calle, en el trabajo o en el supermercado donde adquiere comestibles, la mujer desarrolla también formas de comunicación nacidas de su propia iniciativa y acordes con su nivel de desarrollo.

En las áreas rurales, salvo en el trabajo comunitario o en la labor de medianas o grandes empresas campesinas, la comunicación se restringe indudablemente por el propio trabajo individual a la conversación reducida al interior del grupo familiar.

Destacamos con ello la importancia que posee el tiempo de trabajo para un uso más racional, programado y sistemático de las comunicaciones en función del desarrollo informativo, educativo o sanamente recreativo de la población, circunstancia ésta que los medios masivos atienden de manera insatisfactoria, y que el Estado y las organizaciones populares suelen subestimar, perdiendo así una importante posibilidad de imprimir a ese tiempo una calidad superior.

Buena parte del tiempo del hombre, ya sea el de trabajo o el de ocio, o la transición del uno al otro, transcurre en medio de relaciones que comunican al individuo con el entorno de la ciudad la arquitectura, el diseño de objetos y de herramientas. Todos estos elementos y muchos otros más que podrían ser agregados como ejemplo, hacen también a la comunicación social, en la medida que implican una definición de las comunicaciones con el ámbito físico y material que los rodea, es decir con el entorno o el medio ambiente.

En este sentido se destaca el insatisfactorio o nulo rol que cumple el Estado —y más aún las empresas o las industrias privadas— para darle a ese tipo de relaciones un valor superior, una función adicional que sirva al desarrollo integral de cada individuo y de la comunidad.

Podríamos mencionar algunos ejemplos; uno de ellos es el referido al diseño urbano. Como es sabido, una ciudad, un barrio, un complejo habitacional, son también —entre otras cosas— medios comunicacionales que condicionan las relaciones de los individuos con su ambiente, en función de determinados objetivos. Así, la villa medieval y el castillo señorial eran un claro ejemplo de la instrumentalización de la urbanística y la arquitectura para servir a las necesidades de un usuario determinado: el señor feudal. La actividad actual de los diseñadores de espacios habitables, no se diferencia en mucho de aquella otra cumplida en el Medioevo: la diferencia estriba en que ahora el señor está constituido por una clase social dueña de tierras o de empresas inmobiliarias, a los cuales sólo les preocupa la rentabilidad societaria e individual. De este modo aparecen las megalópolis sobre la base de un crecimiento urbano e industrial carente de planificación alguna —que no sea la que empíricamente se da cada propietario o de manera mercantil cada empresa— lo cual instala una serie de perjuicios y fenómenos en la población aún no estudiados en todos sus alcances. Hace en suma a una situación de injusticia social, que se traduce entre otras cosas, en el incremento de la contaminación ambiental, la depredación y el uso indiscriminado de los recursos.

Al haberse concentrado la actividad industrial en zonas reducidas ella terminó estimulando la aparición de ciudades satélites en las que el espacio de trabajo y el habitacional carecen de la necesaria integración. Por ello buena parte de las horas del día son insumidas en el desplazamiento de un espacio al otro, con la consiguiente reducción del tiempo libre y el derroche de esfuerzos físicos y síquicos del individuo, sin hablar ya de las incidencias en lo específicamente económico.

El barrio, el complejo habitacional o la casa, se convierten de esta manera en meros refugios para recuperar energías se transforman en espacios óptimos para que la familia, rendida tras el esfuerzo de las horas de trabajo o del desplazamiento entre el hogar y el trabajo, no tenga otra opción que entregarse al consumo pasivo y adormecedor del medio masivo, particularmente la TV. La programación televisiva, antes que devolver al individuo conciencia de su realidad, lo aleja de ella estableciéndose de hecho una íntima coherencia en las finalidades de los dueños de las emisoras y las de las empresas de construcción inmobiliarias.

Un Estado Nacional está obligado entonces a atender también este tipo de problemas, generando nuevas políticas de desarrollo urbano que consideren entre los otros indicadores obligatorios y esenciales, el tema de la comunicación de los individuos entre sí y con su entorno físico, social y cultural.

Otro tanto ocurre con la arquitectura y el diseño de viviendas. Es evidente que la primera necesidad en nuestros países es la de dotar a cada familia de un techo; en este aspecto, en países como el Perú, el hecho más revolucionario en materia de vivienda en los últimos años no lo produjo el Estado, ni las empresas constructoras, ni los arquitectos, sino la población misma, construyendo inmensas barriadas (“pueblos jóvenes”) con cientos o miles de techos y paredes de estera. Fue la propia población quien se autoproporcionó un techo y una vivienda. ¿Es esto sin embargo satisfactorio? Indudablemente no, porque de lo que se trata es de dotar a la población más que de un techo, de un techo digno, lo cual obliga a introducir preocupaciones nuevas en los funcionarios y profesionales responsables de estas actividades.

El diseño de un barrio popular o de un edificio de departamentos construido en función social y no ya en procura del lucro inmediatista obliga también a un trabajo de invención y de creación, dentro del cual, juntamente con los aspectos económicos, se atiendan los problemas sociales, entre los que tiene lugar preeminente la utilización social del espacio, el incremento de la comunicación y las relaciones en el interior de un complejo habitacional.

En la actualidad prolifera una arquitectura dirigida a incomunicar más que a comunicar, lo cual se visualiza en mayor medida en los barrios de los sectores medios, donde los inquilinos de un mismo edificio de departamento no se conocen entre sí. Esto es también coherente entre el interés privatista de los dueños de los edificios o de las inmobiliarias y su concepción, carente de sentido social. Es al Estado y a la población organizada a quien le corresponde, en consecuencia, intervenir para que la construcción y el diseño arquitectónico sirvan a una más adecuada comunicación entre los hombres, a un más inteligente aprovechamiento del espacio, a un mejor uso del ámbito, no sólo para la vivienda, sino para el uso del tiempo libre de la familia, de la juventud y la infancia. La experiencia ha probado más de una vez que todo esto es técnicamente posible, sin que ello introduzca contradicciones con los recursos económicos disponibles. Un diseño creativo y funcional, al servició de una vivienda digna que facilite las relaciones y la integración social, puede ser incluso mucho más económico que los diseños dominantes, caracterizados por el derroche de recursos.

.El diseño de objetos, de herramientas de trabajo, de juguetes infantiles, son actividades que el Estado también debería atender, promoviendo su estudio y mejoramiento, a fin de hacer de esos medios de relación del individuo con su ámbito, con su trabajo o con su distracción, recursos satisfactorios, tanto funcional como estéticamente, sirviendo a las necesidades de desarrollo integral.

Todo esto demanda necesariamente de un proceso permanente y sistemático de investigación y estudios, que siente las bases conceptuales y metodológicas para la construcción del desarrollo buscado.

Planificación

La etapa de investigación y estudios del conjunto de los medios de comunicación social operantes en un espacio nacional es a su vez inseparable de las restantes etapas que conforman un sistema de comunicaciones.

De poco valdría un estudio cualquiera, desvinculado de una funcionalidad dirigida a poner en marcha la planificación, ejecución y evaluación de sus hipótesis y recomendaciones. La planificación estatal de las comunicaciones sociales reviste entonces la misma importancia que las otras fases del proceso comunicacional, resultando indispensable para el desarrollo de aquellas.

Sin embargo, cuando se habla de planificación estatal se alude en nuestros países a una carencia. En los casos más avanzados es decir allí donde el Estado tuvo más ingerencia en el manejo de los medios, las investigaciones y estudios reales fueron tan inexistentes como las de planificación orgánica y sistematizada. El interés de la burocracia estatal se redujo a lo específico de la información de tipo ideológico- político, omitiendo innumerables recursos en torno a los cuales se generan procesos comunicacionales y que suelen tener tanta o más incidencia en los aspectos políticos que la información periodística controlada o “parametrada”.

La carencia de una planificación adecuada en el área de las comunicaciones sociales sirve sólo para debilitar de una u otra forma el poder de la Nación, tanto en el frente interno como en el de las relaciones internacionales.

Los más arduos opositores a la gestión estatal en este terreno son precisamente los sectores privados más poderosos, dedicados a despilfarrar ingentes recursos económicos en función de una competencia desenfrenada que el pueblo a su vez está obligado a solventar. Decenas o centenas de marcas diferentes, referidas todas ellas a productos más o menos idénticos de consumo masivo obligan a una dispersión y a un derroche de inversiones que el país entero paga sin obtener a cambio beneficio real alguno.

Los medios por su parte programan audiciones, publicaciones, espectáculos, informaciones, etc., que compiten aparatosamente para conquistar enigmáticos auditorios, en una situación que puede ser coherente en las sociedades de elevado consumo, pero que resulta paradójica en la mayoría de nuestros países, para los cuales el objetivo básico debiera ser el ahorro y aprovechamiento de los escasos recursos disponibles.

No existe por otra parte ningún tipo de coordinación —menos aún de planificación— entre los sectores públicos, cuyos intereses en la actividad comunicacional son indiscutibles. También aquí es visible la competencia burocrática, el aislamiento, la subestimación de la labor intersectorial. Cada sector posee ciertos recursos para la producción y difusión de información, pero ellos son totalmente insuficientes para la ejecución de campañas que requieren de un proceso integral de investigación, planificación, producción y evaluación. Además la mayor parte del capital existente en recursos humanos y técnicos, suele hallarse paralizado en determinados sectores mientras que en otros se está requiriendo inútilmente de los mismos. El derroche, pues, está presente tanto en los defensores del privatismo, como de los estatizantes a ultranza.

Es obvio que la responsabilidad mayor en la planificación incumbe al Estado en tanto a el le corresponde ejecutar las acciones que propendan a la defensa y al desarrollo del país. En la medida que esté propendan a la defensa y al desarrollo del país. En la medida que esté definido claramente el proyecto nacional, podrá estarlo también el rol que corresponde dentro de aquel a los medios de comunicación social.

La planificación de la labor de los medios, habrá de estar determinada por las necesidades que emerjan del desarrollo integral de la población y del país, en sus diversas áreas:

Socioeconómica: fomento del empleo; mejoramiento de las condiciones de trabajo, de los niveles de productividad, ingreso y ahorro; racionalización de la producción, distribución y consumo; capacitación de la mano de obra; asistencia a la producción artesanal y a la creación de agroindustrias; acceso efectivo al crédito; transferencia de tecnología, y todo lo concerniente al desarrollo económico-social de la población.

Salud y vivienda: elevación de los niveles nutricionales de la población; preservación de enfermedades; capacitación de la población en actividades de salud; ampliación de los servicios; planificación del desarrollo urbano; mejoramiento de la vivienda rural; acceso de la población a la vivienda.

Educación y cultura: alfabetización, educación integral básica; formación vocacional y técnica; promoción de la capacitación profesional y de las actividades culturales y científicas; promoción del folklore y los recursos histórico-culturales, y de las actividades de recreación, deportes y turismo interno.

Educación cívica: movilización y desarrollo de la conciencia nacional para incrementar las relaciones de la población con su pasado histórico, con su geografía e instituciones, así como con los países vinculados por una problemática común.

Organización social: promoción y apoyo de las organizaciones populares, sindicales, regionales, barriales, cooperativas, mutuales, clubes, organizaciones de mujer y de la juventud, organización del campesino, fomento y capacitación para una creciente participación popular en el desarrollo de cada área y en el desarrollo nacional.

Las actividades específicas militares se integran en esta situación como un recurso también esencial, pero con la finalidad de servir a las necesidades del Pueblo-Nación y no a la inversa. Antes que un fin en sí, constituyen un medio, como lo es también el sistema comunicacional que se diseñe para la mejor promoción y defensa de los intereses nacionales.

Promover la participación y organización de la comunidad en la defensa y desarrollo nacionales, es la tarea prioritaria de los medios de comunicación social. Semejante labor demanda del Estado Nacional un trabajo de planificación que a partir de la visión del conjunto y de cada área, permita una mejor operatividad de los medios, con metodologías acordes a las circunstancias de cada país o de cada región. Sea mediante la reestructuración de organismos estatales ya existentes, o a través de la creación de nuevas instituciones, lo recomendable sería la constitución de Centros o Institutos Nacionales de Comunicación Social, ocupados de llevar a cabo los estudios e investigaciones, planificación y evaluación de los medios de comunicación directa e indirecta, formal e informal, es decir, el conjunto del sistema comunicacional de una nación, en tanto dicho sistema constituye el sistema nervioso que la vertebra.

Descentralización y horizontalidad

Las acciones de análisis y estudio, planificación y evaluación de las comunicaciones sociales, no deben ser entendidas como privativas de determinados sectores burocráticos o tecnocráticos. De proponer esto, alentaríamos un control verticalista del sistema comunicacional, cuando de lo que se trata es de crear instancias que neutralicen esas tendencias innatas de cualquier estructura nacional, y estimulen mecanismos compensatorios a nivel de participación democrática y horizontal por parte del pueblo organizado.

A través de los mecanismos reguladores que el Estado entienda adecuados, aquel debería atender antes que nada lo que es de directa incumbencia de los sectores públicos, cuyo rol puede ser bastante significativo y hasta decisivo en el plano de las comunicaciones. Nos referimos a la necesidad de incrementar, organizar y sistematizar la labor multisectorial e interdisciplinaria para sacar el máximo provecho de aquellos medios manejados por organismos estatales o paraestatales, como ser: secretarías, ministerios u organismos a cargo de la Información, la Educación, la Cultura, la recreación y el bienestar social, sea a nivel nacional, departamental, provincial o municipal. Esta labor permitiría un conocimiento integral y de conjunto de la problemática experimentada en cada sector, y también facilitaría la elaboración de propuestas de trabajo intersectorial o de concertación entre sectores estatales e instituciones privadas; no para reforzar necesariamente un área determinada, sino para poner las capacidades de todas ellas en función de los objetivos nacionales de carácter prioritario.

Al Estado le compete además, supervisar y controlar a los sectores no públicos y privados, para que ellos actúen en función social, interviniendo para corregir y reorientar actividades inadecuadas, pero evitando hacerlo allí donde las acciones estuvieran llevándose a cabo con eficacia por parte de capitales o instituciones privadas o de organizaciones populares. En este caso, junto a la supervisión de la función social de las actividades comunicacionales, el Estado debería asistir y cooperar resueltamente para el incremento de aquellas.

Los criterios para encarar una labor de planificación estatal en los medios, se desprenden de la situación que atraviese el país en cada momento de su desarrollo, y en el marco de los conflictos existentes con los poderes mundiales dominantes. Son estos conflictos los que obligan a una planificación del desarrollo de los medios comunicacionales, coherente con una estrategia de defensa nacional sustentada principalmente en los recursos internos.

A partir de esta concepción, se redefine la importancia de cada medio. Es evidente que entonces carecerá de sentido discutir sobre el sistema de televisión a color a adoptar cuando, por ejemplo, podría ser más provechoso para la comunidad procurarse teléfonos en todos los hogares, inversión que tal vez resulte más onerosa que la del sistema en consideración.

Podrá argumentarse que ambas cosas son importantes y complementarias; pero lo que importa destacar es que la carencia de recursos internos y la necesidad de criterios de economicidad sobre los mismos, obliga a priorizar actividades que sirvan al conjunto del país, según las circunstancias específicas de cada etapa de su desarrollo. Por ello los esquemas rígidos y las traslaciones mecanicistas serán siempre inadecuados para dar vida a una correcta planificación y a un adecuado uso de los medios.

Países como los nuestros cuentan con dos principales estructuras de comunicación social, que complementan la que es específica de las telecomunicaciones (telégrafo, teléfono, etc.). Esas estructuras tal como se ha señalado, están constituidas por:

Medios de comunicación primaria (medios directos, interpersonales, recursos cultural-folklóricos, artísticos, recreación, etcétera).

Medios de comunicación secundaria (medios indirectos, radio, prensa, cine, televisión, etcétera).

Aunque domina la falta de coordinación incluso en lo interno de cada una de ellas, habrá de tenderse a conformar un sistema interrelacionado, orgánico y planificado que permita su mutuo reforzamiento. Sin embargo convendría señalar algunos aspectos importantes para la concreción de un sistema comunicacional Integrado; ellos están referidos a la necesidad de equilibrar lo vertical con lo horizontal en la circulación de las comunicaciones, y también a combinar un armónico equilibrio entre la concentración de recursos en espacios prioritarios y una descentralización orientada a multiplicar las posibilidades comunicacionales en el conjunto del espacio nacional.

En relación al primer punto es indiscutible que las elementales necesidades de defender el patrimonio nacional frente a las apetencias del hegemonismo extranjero, exige de una concentración de poder, que implica también, una concentración de informaciones y de difusión en determinadas áreas del Estado Nacional.

La autoridad, más que un mero elemento de aceptación o de rechazo, conforma una realidad insoslayable. Pero su natural tendencia al autoritarismo se limita cuando se incrementa la participación de la población. Es decir, cuando la misma se equilibra con la emanada del pueblo mismo a través de sus organizaciones; cuando una comunidad se reafirma en su propia, democrática y legítima autoridad: en su libertad.

Cuando en el sur del continente el general José de San Martín convocaba a su ejército, el Ejército de los Andes, lo hacía dirigiéndose a un pueblo en armas y por lo tanto a un ejército que no se regía por estamentos de jerarquía ni por escalafones que son las bases de toda institución militar según los esquemas clásicos. Lo que daba disciplina y autoridad a ese pueblo organizado y en armas, radicaba en algo mucho más importante que el escalafón y la jerarquía; en tanto ejército emancipador, la conducción y los conducidos compartían una misma empresa histórica y política: aquella que a todos convocaba y unificaba. Por tal razón, San Martín se dirige más de una vez a los integrantes de su ejército, como “compañeros” y no como “soldados”

El argentino Horacio González dice al respecto: “No es que los grados dejan de existir, o que no se hacen enfoques disciplinarios. Por el contrario se apelo a la disciplina efectiva —y todos sabemos lo cuidadoso que era San Martín de eso— de la única manera posible en un ejército de liberación. Convocando a las conciencias de los miembros del ejército, apelando al proyecto político superior que los hacía a todos compañeros convirtiendo la disciplina no en una cuestión reglamentaria, sino en una cuestión de conciencia”

Para un ejército de agresión en cambio, el autoritarismo es la única forma posible de lograr la sumisión y el acatamiento, en tanto difícilmente el hombre puede legalizar durante mucho tiempo en su conciencia, una sucesión de actos violentos y deshumanizados. En consecuencia, el ejército de tecnócratas e industriales del complejo comunicacional de una nación dominante, también concibe el diseño y la invención de máquinas y aparatos en función de fortalecer tal autoritarismo. Si no se procura la retroalimentación y la comunicación horizontal, no es porque los modernos medios tecnológicos estén impedidos de hacerlo; antes bien, existe una voluntad obvia de diseñar medios para la información y la comunicación en un solo sentido: de arriba hacia abajo; también es cierto que la técnica electrónica no conoce contradicción de principio entre el trasmisor y el receptor. Cualquier radiorreceptor es por la naturaleza de su construcción, una emisora en potencia, pues por acoplamiento a reacción puede actuar sobre otros receptores. Por lo tanto, la transformación de un medio de recepción en un recurso de emisión que facilite el feedback, no ofrece demasiados problemas de índole técnica. Los problemas, son esencialmente de tipo político.

Esta necesidad de facilitar el cauce a la opinión y expresión del pueblo organizado con sus propios medios tecnológicos, no es tanto para el mejoramiento de la labor de los medios en sí; se trata de fortalecer una política democrática y de conducción por parte del Poder Nacional.

Los hombres proceden tan bien como bien informados estén: se trata de una verdad indiscutible. Si quienes tienen la responsabilidad de conducción conocieran adecuadamente la situación en que actúan, los errores se reducirían sensiblemente. Conocer e incorporar entonces aquello que pasa por la cabeza y el sentimiento de un pueblo organizado, permite incrementar el potencial real de sus fuerzas, y en consecuencia delinear mejor las acciones internas y externas del país. De lo que se trata entonces es de fortalecer el circuito comunicacional, desarrollando, abajo, la capacidad emisora y actuante de los individuos, y arriba, la información adecuada para conducir con mayores probabilidades de éxito, en pos de un proyecto compartido, elemento sin el cual todo proceso de desarrollo y transformaciones democráticas correrá siempre el peligro de verse defraudado.

Basta un ejemplo de La posibilidad ya existente en la mayor parte de nuestros países para obtener datos confiables sobre la opinión de la población frente a los acontecimientos más destacables vividos cotidianamente. Cada país posee sistemas de computación, ya sea en los distintos servicios estatales —por ejemplo para el cobro de facturas— o también, para diversos sistemas de pronósticos deportivos. Poca inversión requeriría incorporar en tales sistemas determinados dispositivos que posibiliten a cada individuo fijar su opinión ante diversos interrogantes para que semanalmente un centro de computación permita obtener en pocos minutos una idea aproximada sobre actitudes predominantes e la población.

Es decir, los medios tecnológicos, ya sea a través de ciertas adaptaciones que faciliten la retroalimentación, o mediante el uso de sistemas de información y computación semanal o periódica, pueden servir para proporcionar un caudal de información que complemente la dada por el pueblo a través de la participación directa de sus representantes en las diversas áreas de gobierno. Todo lo cual tiene, obviamente razón de ser, cuando se busca interpretar y representar la voluntad de un pueblo, antes que imponerle los designios de una élite.

Junto a estas formas de participación de la población en el sistema de informaciones y comunicación social, caben otras tanto o más importantes y decisivas. Nos referimos principalmente a las de capacitar, estimular y asistir a la población en actividades de producción comunicacional. No es suficiente que cada individuo pueda retransmitir u opinar a través de un medio técnico adecuado, sino de estimular en él la capacidad de elaborar organizadamente información social. La creación de núcleos productores de información y comunicación, ya sea mediante recursos tecnológicos: prensa escrita, circuitos de transmisión radial o televisiva, etc., significaría una importante contribución a la organización e integración de la comunidad en sus mismas bases, como así también a la estrecha conducción de ellas con su conducción representativa.

La participación popular en el terreno de la producción comunicacional, facilitada desde la propia infancia, otorgaría además al pueblo una mayor capacidad para juzgar la política seguida por los medios de alcance nacional (aquellos manejados por técnicos y profesionales), desmitificando y democratizando su relación con los mismos.

En este sentido, hace pocos años el Sindicato de Luz y Fuerza de la Argentina, señalaba acertadamente: “Siguiendo la experiencia que existe ya a nivel mundial, cabe afirmar que es perfectamente posible complementar a los sistemas formales de comunicación con actividades informales masivas que vayan desde el pequeño periódico de barrio o sindicato que se uso como instrumento de agitación y propaganda, hasta la exhibición de películas sobre temas sociales acompañada por debate. Un sistema de comunicación que facilite el acceso de las masas estima- ¡ando su capacidad de expresarse, escribir, cantar, representar o ejecutar obras —es decir, organizado en base a principios reales democráticas— puede servir para aumentar la capacidad concientizadora de los medios y transformar éstos en instrumentos para encontrar soluciones populares a los problemas que nos aquejan. Sólo así es posible evitar la trivialidad seudopopular de los medios en manos privadas o bien la seudocultura, generalmente aburrida y poco estimulante, de los mensajes organizados por una minoría de funcionarios que pretenden educar verticalmente a las masas. Al respecto cabe señalar que a nuestro juicio el problema del valor cultural de los medios es fundamentalmente un problema político, es decir, de participación de las masas en la producción efectiva de los mensajes” 6

Este proyecto destinado a encarar armónicamente la comunicación social de un país en sus sentidos vertical y horizontal, puede sustentarse entonces, sintéticamente, a través de estas vías:

a) Participación de los representantes de las organizaciones del pueblo en las áreas de investigación, estudio y planificación de las comunicaciones nacionales.

b) Creación de núcleos de producción y comunicación popular, tanto para prestar servicios a los medios nacionales, como para producir otros de alcance regional, sindical, barrial, etcétera.

c) Participación de las organizaciones populares en el asesoramiento de la programación de los grandes medios nacionales.

d) Estudios y propuestas técnicas para incrementar la posibilidad de retroalimentación en los sistemas de comunicación electrónica.

e) Obtención de información permanente sobre la opinión de la población en relación a temas de importancia nacional, a través de sistemas de procesamiento y computación ya existentes o a crearse

Este tipo de acciones no sólo equilibra la autoridad de un Poder Nacional democrático, sino que contribuye poderosamente a reforzarlo, en tanto él resulte expresión de la voluntad popular.

Pero es obvio que al Estado le compete también tomar iniciativas en cuanto a la estructuración de un sistema de comunicaciones moderno y eficaz que sirva a la organización de las fuerzas internas, al incremento de las relaciones con los países aliados y a la defensa nacional frente a los sistemas que controlan nuestros territorios desde el espacio.

No existe aquí contradicción alguna entre la centralización y la descentralización, como no existe entre la autoridad del Poder Nacional y el propio pueblo, cuando ambos están guiados por proyecto común.

Es indudable que el Estado necesita contar con poderosos centros irradiadores de comunicación, dotados de tecnologías de avanzada, y capaces de competir con los poderes mundiales, ya sea para neutralizar e impedir su permanente intromisión en el territorio nacional, como para facilitar la comunicación del país con el resto del mundo. Estos centros servirán sin duda tanto para las comunicaciones primarias, como para las denominadas secundarias. Nos referimos, por ejemplo, a la consolidación de centros nacionales relacionados con la comunicación directa: teatro, danza, orquestas, folklore, títeres, circo, etc., es decir, espacios que puedan sintetizar al nivel más elevado posible la capacidad de un pueblo en cada una de sus formas de expresarse. Una poderosa escuela y centro de actividades en cualquiera de esas u otras formas de comunicación, permitiría no sólo recoger lo más válido de la producción de un país para promoverla a nivel interno, sino también para llevarla más allá de las fronteras nacionales, proyectando internacionalmente la cultura, la problemática, el lenguaje y el proyecto propio.

Aunque el problema es más complejo en las comunicaciones secundarias, las necesidades de desarrollo no son menores. Es evidente que el hecho de contar con poderosos complejos de producción y difusión radial, televisiva, gráfica o cinematográfica, o sistemas de telemática y satélites espaciales ayudaría a comunicar rápida y masivamente a la población acortando los espacios internos, fortaleciendo su nivel de información y de formación cultural-educativa, al igual que contribuirá a una presencia en países vecinos o a nivel internacional.

Sin embargo, cabe recordar el elevado costo y las enormes dificultades que atraviesa un país dependiente para dotarse de sistemas tecnológicos de esas características; al menos si aspira a manejarlos con relativa autonomía. En este sentido, muy pocos o ningún país del continente están en condiciones de asumir por sí solos una empresa semejante, en tanto se aspire a incrementar la producción de mensajes nacionales, junto con desarrollar la producción de máquinas y equipos comunicacionales, así como la capacitación de técnicos que puedan manejarlos y mantenerlos. Ello obliga necesariamente al establecimiento de acuerdos y convenios que permitan complementar —a través de la cooperación horizontal— aptitudes y capacidades de países con proyectos o situaciones comunes. Es el caso, por ejemplo, de las áreas regionales que se disponen a sumar esfuerzos para compensar el desequilibrio que se produce incluso en un mismo continente. Las tentativas de integración y complementación de los países del Pacto Andino, constituyen un ejemplo de esa voluntad, aunque en la actualidad se encuentre limitada por circunstancias políticas nacionales insatisfactorias desde el punto de vista de una real representación popular y democrática.

Sin embargo, debe destacarse la importancia de los acuerdos que permitan gradualmente desplazar de nuestras regiones —o como mínimo, controlar— a las poderosas empresas multinacionales y a los proyectos políticos, económicos y militares que ellas también expresan. Si esos acuerdos no son imprescindibles para el desarrollo de sólidos centros de comunicación directa y primaria, como los señalados, sí lo son para los medios indirectos que requieren de una tecnología de avanzada (producción de papel prensa, máquinas impresoras, productos químicos, material virgen, equipos de cine, sonido, fotografía, radio, etc.).

Esta política de construcción de grandes centros o complejos comunicacionales, forma parte de una estrategia, que en el plano militar puede también equipararse con los poderosos “centros de gravedad” que son en los países dominantes, sus centros industrializados y urbanos y sus sistemas bélicos de agresión-defensa.

Cuando un país tiene concentrados sus recursos vitales en espacios delimitados y escasos, su poderío puede ser real, pero no menos cierta es también su vulnerabilidad. De ahí la competencia tecnológica para incrementar el potencial de esos centros y ampliar sus márgenes de defensa. Esta es una competencia propia de las naciones altamente industrializadas; no lo es en nuestro caso, ya que resultaría absurdo aspirar a librar batallas utilizando recursos que por el momento están muy lejos de nuestro alcance.

Un esfuerzo nacional dirigido principalmente a concentrar los recursos en pocos y poderosos espacios, no sólo resultaría débil e ineficaz para contrarrestar las acciones del adversario, sino que también probaría su fragilidad en contingencias donde el enfrentamiento pudiera darse a nivel directo y explícito; pocas acciones bastarían para destruir el andamiaje construido con grandes y penosos esfuerzos locales.,

La descentralización y la agilidad de desplazamiento en nuestro caso, parece ser una estrategia recomendable, en tanto nuestro centro de gravedad no está dado por los escasos espacios de concentración urbana e industrial, sino principalmente por el pueblo organizado en un espacio de insuficiente desarrollo económico y de importante dispersión poblacional.

Incluso en los países con mayor nivel de desarrollo, como son Argentina, Brasil o México, la estrategia de descentralización y de movilidad de recursos, resulta ser cada día más necesaria si se aspira a un desarrollo armónico e integral que reordene el espacio nacional más que a un mero crecimiento dependiente con el costo social que eso significa.

Desde esta perspectiva, una política comunicacional debiera contemplar junto a la creación de algunos poderosos y modernos centros comunicacionales, la aparición de numerosos centros de alcance y poder intermedio diseminados en el ámbito nacional, y aptos técnicamente para intercomunicarse rápidamente. El dominio o la destrucción de los más importantes centros por parte de fuerzas antinacionales, no sería entonces sinónimo de dominación del sistema de comunicación nacional, en tanto el mismo podría subsistir aún dadas sus características de diseminación en un espacio difícil de controlar, y de organización a nivel popular.

Una política orientada a la defensa de los intereses nacionales, debe por lo tanto diseñar una estrategia acorde con las características de cada país, sus recursos geográficos, económicos, técnicos, etc., a fin de estar en condiciones de defenderse —ya que no es su propósito la agresión— ya que cuanto más eficaces y organizadas sean las defensas, mayor poder existirá para doblegar a una fuerza adversaria. Más de una vez se ha dicho, y con razón, que quien controla las leyes de la defensa, suele dictar sus iniciativas a toda situación de guerra; esto rige también para el campo de las comunicaciones. La descentralización de los medios, que se corresponden también con la necesidad de promover centros de producción comunicacional en la población, no aspira sin embargo a su diseminación en manos privadas y en intereses individuales carentes de sentido social. En este aspecto países con una gran descentralización de medios, como ocurre por ejemplo con la radiofonía en el Perú —país que poseyendo casi la mitad de la población de la Argentina dispone sin embargo de más del doble de emisoras de radio— no son un modelo de aquello que propugnamos, en tanto semejante dispersión de esfuerzos, antes que obedecer a intereses genuinos de la nación, responde a las carencias de la política nacional en ese terreno.

La descentralización, para ser efectiva, debe ser planificada y organizada, quedando a cargo de las fuerzas, instituciones o nucleamientos a través de los cuales se exprese el pueblo organizado. Es ahí donde podrá encontrar su verdadero sentido, ya que ella no se contrapone a la necesidad de integrar mediante retransmisoras o repetidoras una poderosa red nacional, conformando un sistema lo suficientemente flexible para sobrevivir en circunstancias adversas.

Se trata a fin de cuentas, de la misma estrategia que se diseña o debiera diseñarse, en el marco de una situación de guerra —implícita o explícita— y que obliga a planificar el emplazamiento de los recursos no sólo militares, sino también industriales, fábricas, centros de acopio de alimentación, redes de vialidad y de transporte, telecomunicaciones, servicios de salud, y también, obviamente, el sistema nacional de comunicación social.

El Estado y lo privado

Para una concepción maniquea, propia de las naciones y de las clases sociales dominantes, el Estado y lo privado son dos instancias compartimentadas y antagónicas, sucediendo entonces que a mayor desarrollo de una, existiría un menor espacio para la otra. La defensa del privatismo a ultranza —además de ser hipócrita— sirve sólo para encubrir la defensa de los intereses privados de una élite dominante, en aquellas instancias donde el Estado pretende inmiscuirse con un sentido y una función social.

Es bien sabido que cuando no ocurre eso, es decir, cuando el Estado sirve a la protección de los intereses de los sectores hegemónicos, hasta el más acérrimo liberal, puede convertirse en el mayor defensor de la gestión estatizante.

Analizar entonces este tema obliga a partir no de los modelos que la historia está superando, sino de 1 os objetivos que se procuran alcanzar a partir de un nuevo concepto del desarrollo. Lo bueno o lo malo serán realmente así, antes que desde los criterios más o menos renovados de un régimen que trastabilla y se derrumba, desde un nuevo punto de partida, desde una nueva posición y un nuevo proyecto. Lo cual no implica hacer tabla rasa con los aportes que el proceso histórico ha ido generando; por el contrario, se trata de revalorarlos pero siempre a la luz de lo nuevo, de aquello que nos proponemos lograr.

Para los primeros filósofos griegos, al menos en sus formulaciones teóricas, el problema estaba relativamente claro: Platón, por ejemplo, propiciaba “un Estado de Justicia, en donde cada’ clase ejercita sus funciones en servicio del todo, se aplique a su virtud especial, sea adecuada de conformidad con su destino y sirva a la armonía del todo ‘ Aristóteles agregaba: “El hombre es un ser ordenado para la convivencia social; el bien supremo no se realiza por consiguiente, en la vida individual humana, sino en el organismo supraindividual del Estado; la Ética culmina en la Política”

Siglos más tarde, sin embargo, el Estado como “administrador de justicia” y “en servicio del todo “, fue sustituido por otra autoridad que se refugiaría en los altares de abadías y conventos con el auge de las monarquías. Dios sería entonces la única conducción reconocida; Dios y el poder absoluto encarnado en el Rey.

El desenvolvimiento de la historia y la oposición de nuevas fuerzas sociales, hizo que la idea de Dios como “supremo Estado”, fuera sustituida por otra, que tuvo en Hegel un preclaro inspirador: la de convertir al Estado en la Providencia, es decir, en un nuevo Dios. De esta concepción filosófica derivará la traslación posterior: un idealismo que ya no enfatiza en el hombre sino en un Estado Providencial al cual deificará.

Frente a esta concepción, coexistiendo con ella más que enfrentándola realmente, el demoliberalismo capitalista enarbola una hipócrita política de presunta oposición a todo lo que implique una intervención estatizante. Deifica por su parte el poder autoritario de una clase carente de sentido social, negando la original vocación de los clásicos que a su vez, sostiene.

El demoliberalismo capitalista en nuestros países se ha empeñado en servir una y otra vez a una política opuesta al proteccionismo y al intervencionismo estatal (también propagandizada por las naciones imperiales para aplicarla a sus conveniencias), oponiéndose en cambio a una política estatal nacional orientada a la defensa de los intereses locales.

En el siglo pasado Canning ponía en acción el pensamiento de Cobden: “Inglaterra será el taller del mundo y la América del Sur su granja’ Hace pocos decenios, tal como confiesa Winston Churchill en sus memorias, Inglaterra impartía instrucciones de este tono a Lord Halifax: “Nosotros seguimos la línea de EE.UU. en Sudamérica, tanto como es posible, en cuanto no sea cuestión de carne de vaca o carnero. En esto, naturalmente tenemos muy fuertes intereses, a cuenta de lo poco que obtenemos”.

¿Qué estaba promoviéndose con esta política, sino una abierta gestión de los estados imperiales —so pretexto del libre cambio— para dividir al mundo en dos clases de naciones: las altamente industrializadas y las reducidas a sobrevivir como productoras de materia prima? La división internacional del trabajo y la planificación de las actividades económicas mundiales, por más que se cubriese de hipócritas frases sobre el “libre comercio”, “la libre empresa”, “el libre cambio”, etc., se dio simultáneamente con una política interna de las naciones centrales dirigida a constituir estados defensivos para amparar y proteger su propio desarrollo. Es el caso de Inglaterra, de Alemania, de EE.UU., es decir de grandes imperios que en los primeros estadios de su evolución industrial, recurrieron —puertas adentro— al Estado como protector y planificador, estimulando —puertas afuera— el libre cambio en tanto éste aseguraba y asegura el mercado para la nación con mayor nivel de desarrollo, paralizando simultáneamente a las más atrasadas. Las libertades proclamadas formaban parte de una labor “educativa” y persuasiva orientada hacia los países periféricos, a fin de lograr discípulos librecambistas que facilitasen con la propia indefensión, la impuesta división del trabajo.

Las oligarquías locales esgrimieron el liberalismo —pero también el estatismo— según conviniera a sus intereses. Lo hicieron con el primero en aquellos momentos en que justamente renunciaron a organizar las fuerzas del Estado como el primer poder del país dependiente, en tanto ello, perjudicaba sus relaciones de asociación con el imperio; adoptaron el segundo, el estatismo, cuando su decisión fue la de que el Estado arriesgase recursos básicos iniciales en obras o servicios que luego pasarían a reclamar para sí con el consabido latiguillo de la “libertad de empresa”, es decir de “su” empresa.

Esta política ha inculcado también en ciertos sectores de la población la idea del Estado, como sinónimo de “mala administración”, “corrupción”, “ineptitud”, etc. En la Argentina se acusaba por ejemplo, a Perón de estar comprando “hierro viejo” a los ingleses cuando el Estado pasó a controlar los ferrocarriles, omitiendo que lo que el país adquiría era soberanía nacional sobre sus vías de transporte, una soberanía que, obviamente, al demolíberalismo capitalista u oligárquico no le ha interesado en ningún momento. La Revolución Peruana experimentó en 1968 una situación bastante parecida; ella se repite en cualquier proceso de nacionalización de recursos básicos para el desarrollo autónomo.

De esta manera, si los estatizantes a ultranza deifican al Estado, los privatistas lo hacen con la propiedad del capital, olvidando unos y otros que ambas instancias —el Estado o el capital— no pueden valorarse en abstracto, sino es relacionándolas con un determinado momento del desarrollo histórico de un país y, fundamentalmente, con la función y el servicio social que presten a las mayorías nacionales.

En consecuencia, la antinomia Estado-actividad privada, es falsa, o al menos puede dejar de serlo, cuando uno y otra actúan en función de un proyecto nacional compartido en sus aspectos básicos.

Sólo así lo privado y lo estatal, lo individual y lo colectivo, podrán confluir en el desarrollo armónico de una comunidad. Es obvio que esa confluencia es enormemente difícil por las contradicciones de distinto tipo acumuladas y sedimentadas a lo largo de la historia de la humanidad y de cada país. Sin embargo, el proyecto de una comunidad organizada y libre no es otro que aquel donde el individuo se realiza en la plenitud de sus fuerzas, en un proceso armónico en el que la comunidad hace otro tanto. No puede existir un hombre libre en una sociedad que no lo es, tampoco existirá una sociedad libre si sus individuos están insectificados o alienados. La libertad no es entonces un bien de uso privado, sino que antes que nada, un bien social.

Una conciencia del uso social de los medios por parte de determinados sectores privados —en caso de existir aquella—, obviaría la intervención estatal, facilitando una adecuada participación de tales sectores en las necesidades de la comunidad; del mismo modo, una actividad deficiente del Estado en materia de medios, obligará a una gestión intensa por parte de los sectores privados —mediante sus organizaciones populares representativas— para establecer el adecuado correctivo.

En consecuencia, los medios están obligados a cumplir una permanente función de servicio social, en manos privadas o estatales; al gobierno le cabe la responsabilidad de hacer cumplir tal obligación y al pueblo organizado le corresponde vigilarla permanentemente, a través de su directa participación.

La libertad de los medios

En 1948 las Naciones Unidas proclamaron los derechos a la libertad de acceso a las fuentes de información, la libertad de comunicación, de transmisión y de circulación. La situación de dependencia que viven nuestros países no permite sin embargo el uso de esas libertades, en tanto el sometimiento a los poderes mundiales, impide ejercer los legítimos derechos nacionales y sociales, y en consecuencia, también aquellos que hacen a la libertad de información y de comunicación.

Es común sin embargo oír dramáticas invocaciones a la libertad de prensa, la libertad de información o de expresión, allí donde los medios aparecen desconectados de un contexto nacional en el que no hay libertad ni derechos en relación al trabajo, a la salud, a la educación, a la vivienda, a una vida realmente democrática y digna. Y es evidente que cuando no existe un contexto que facilite esas libertades y derechos, toda reclamación liberal referida a los medios —si se circunscribe sólo a ellos— tiene escaso valor ya que resulta incapaz de articular una respuesta adecuada a las verdaderas causales del problema.

La “libertad de información” sostenida en abstracto, carece de sentido, porque tal libertad, así como todas las otras, siempre es una libertad de alguien y una libertad para algo. Lo cual, nos lleva a preguntarnos ¿libertad de quién?... ¿libertad para qué?..

A estas alturas resulta visiblemente anacrónica e hipócrita la propaganda de las grandes potencias sobre la necesidad del respeto a las libertades individuales en países como los nuestros, cuando ellos están restringidos o impedidos de ejercer sus legítimos derechos y libertades en su sentido más global, precisamente por la política imperial.

La existencia de poderes transnacionales que suprimen la libre determinación de los pueblos, la soberanía de las naciones y la independencia económica de los países, y las dificultades ejecutadas por élites sociales o políticas, desmienten los propósitos declamados. Nadie menos indicado para hablar de libertades que las naciones dominantes; y con menor razón aún las que una y otra vez practican la “liberación” de pueblos mediante su conquista y ocupación.

Es evidente entonces que la primera libertad a conquistar en nuestro caso, no es la individual —resultaría utópico pretender alcanzarla en una sociedad oprimida— sino la del conjunto del Pueblo-Nación, lo cual obliga a reducir o anular en primer término ciertas libertades, como las que se han autoadjudicado las naciones imperiales para ejercer su hegemonía.

Sujetos al dominio casi total de los medios por parte de las empresas multinacionales trátese de agencias informativas, distribuidoras de programas de TV o de películas, fabricantes de quipos y maquinarias, etc. ¿quién puede tener real libertad de información en nuestros países? ¿Con qué fines se emplea asimismo dicha información? La respuesta es obvia. La estamos verificando cotidianamente a través de la permanente labor de los medios dirigida a desinformar, aculturizar, distraer en el peor sentido de la palabra, estimular expectativas y necesidades falsas y legalizar, en suma, una situación de dependencia que beneficie a los intereses económicos, políticos y militares de los cuales dependen la casi totalidad de dichas empresas.

La libertad que aspiramos a conquistar es la que nuestros pueblos desean para su propio y peculiar desarrollo, aunque esta aspiración obligue a restringir las libertades de las potencias que quieren imponernos una concepción deformada de la libertad.

Por ello nos preocupa un tema sustancial, como es el del derecho a la libertad de información y comunicación en el interior del Pueblo-Nación, es decir, en el seno de quienes están identificados con un proyecto que exprese los grandes objetivos de una comunidad, nacidos de la libre determinación de cada uno de sus integrantes. El derecho a la diversidad antes que atentar contra la necesaria unidad nacional, constituye su basamento principal en tanto contribuye esencialmente al ejercicio de una verdadera democracia; sin la cual toda unidad resultaría falsa. La preocupación de un Estado debería ser por lo tanto la de impulsar el derecho de la comunidad a pensar antes que nada en términos nacionales —derecho que ahora es habitualmente negado allí donde domina la presencia imperial— promoviendo el derecho de cada individuo, para que, en tanto tal, piense como mejor le parezca.

Pero aunque conceptualmente podamos reconocer la existencia de una verdadera democracia allí donde unidad y diversidad no se contraponen sino que se integran positivamente, su traslado a la práctica concreta no resulta exento de tensiones y forcejeos. En ello interviene, junto con la sobrevivencia de concepciones y proyectos que aspiran a perpetuarse pase a su probado anacronismo, la irrupción de gigantescas masas en la vida ideológica y política.

Esto introduce conflictos incluso en los movimientos revolucionarios preexistentes como son los nacidos en los comienzos de este siglo en los países socialistas o en los grandes partidos de masas de la izquierda. En la medida que millones de individuos se incorporan a un proceso de liberación nacional —y a la vez mundial— se modifica el carácter de la noción de cambio precedente; aparecen cuestionamientos hacia lo que antes se había dado como normativa incuestionable. Mientras que muchos teóricos y políticos profundizaban en el mejoramiento y en la transformación del Estado —omitiendo en gran medida al pueblo— crece cada vez con mayor exigencia la necesidad teórica y también práctica de transformar y mejorar a la sociedad, en su conjunto, lo cual implica hacerlo a su vez con el Estado que forma parte de aquella.

Desde esa perspectiva la dimensión real de la libertad existente en una sociedad está dada sustancialmente por el poder de decisión efectivo que tenga el pueblo organizado sobre el conjunto de las actividades nacionales. A mayor poder, existirá sin duda mayor libertad, de igual modo que a mayor libertad, mejor uso del poder.

Pero como el poder total sobre las diversas áreas que conforman la vida de una sociedad no se alcanza sino a través de un largo proceso, la libertad y la democracia internas aparecen también como proceso estrechamente interrelacionado con el que conduce a la conquista del poder de decisión total. Sin embargo, las características que ira asumiendo ese poder, devendrán de la práctica y de la concepción con que ha ido asumiéndose la democracia interna. Posponer ésta, con el pretexto de que primero están, por ejemplo, el desarrollo económico, la unidad del movimiento o del partido dominante, o la preservación de determinados principios, constituye sin lugar a dudas una falacia que ha desvirtuado numerosos procesos revolucionarios y que acentuó de manera bastante visible los procesos del subdesarrollo, tanto económico como político y cultural de numerosos países.

La democracia es para nosotros inseparable de la liberación nacional y social, y allí donde ésta se restringe para quienes comparten los grandes objetivos de un proceso emancipador, allí también se reduce la posibilidad misma de la liberación del país.

Es evidente que quienes forman parte de un proceso semejante, provienen de experiencias diversas, de modos de existencia diferentes, lo cual puede implicar también nociones no coincidentes en relación a la democracia. U trabajador fabril acostumbrado a regirse por un horario estricto, por normas precisas que impone la propia labor industria, etc., tendrá por ejemplo, un concepto propio de la libertad, no siempre coincidente con el del intelectual de clase media cuya práctica social es totalmente distinta.

La historia de nuestros países ha probado muchas veces la inoperancia de las instituciones democráticas meramente formales para enfrentar los problemas del desarrollo y de la liberación. Tales instituciones, promovidas por el demoliberalismo imperial y trasplantadas mecánicamente a nuestras realidades, sirvieron habitualmente para facilitar la situación de dependencia. Como respuesta, apareció la necesidad de concentrar las decisiones en determinadas fuerzas (FFAA, movimientos, partidos, etc.), para defenderse de una situación externa hostil, y llevar a cabo las acciones conducentes al desarrollo (reformas agrarias, nacionalización de recursos básicos, estatización de los medios de comunicación, etc.). Esta respuesta, resulta sumamente endeble cuando no incorpora desde el inicio mismo del proceso una firme decisión de otorgar creciente poder a los diversos sectores del pueblo organizado (creciente libertad y democracia), de manera que pueda alcanzarse una adecuada armonía entre el poder del Estado y el del pueblo organizado, es decir, entre la conducción y las organizaciones populares que la definen y sustentan. No se trataría de transferir a éstas la totalidad de las decisiones, que deben estar a cargo de un Estado fuerte capaz de dar respuesta inmediata y contundente alas agresiones previsibles, sino de promover el proceso de participación y de gestión en los sectores populares, a fin de que éstos sean dueños del verdadero poder de decisión en todas las áreas de la vida nacional.

En este sentido, la experiencia de algunos países latinoamericanos es significativa. En el caso del Perú, la derrota de la Revolución estuvo en alguna medida originada en la falta de confianza sobre la organización efectiva del pueblo, por parte de las FFAA que conducían el proceso. Sin embargo, intelectuales que participaron del mismo, como Carlos Franco, advertían acertadamente: “La concentración del poder se acompaña generalmente de un proceso de diferenciación de los Intereses entre la minoría que ejerce el poder, Independientemente de su carácter “revolucionario” y la mayor/a de la población. Ella potencia asimismo sistemas y comportamientos autoritarios y la recurrencia a justificaciones ideológicas encubridoras que reenvían la democracia y el socialismo al futuro. Sin embargo los peligros de esta alternativa disminuirán si simultáneamente se inicia un proceso de democratización en los centros de trabajo y en los niveles político-administrativos de nivel local”.’

También la experiencia argentina entre el 74 y el 76 debe llamar a reflexión; allí, la concentración del poder en una cúspide y las resistencias y temores al desenvolvimiento democrático de las grandes masas en lo que respecta —no al mero acontecimiento electoral— sino a las decisiones y gestiones cotidianas en cada ámbito de trabajo, antes que fortalecer un verdadero Poder Nacional, lo debilitaron, contribuyendo a facilitar el golpe militar.

Otro tanto ocurría incluso en las fuerzas políticas “revolucionarias” que desde posiciones más duras e inflexibles aún, repetían en el interior de sus propias organizaciones igual tipo de procedimientos. El poder en lo interno de la organización se circunscribía principalmente a quienes poseían los “fierros” o monopolizaban la información; en consecuencia la “democracia” también les era privativa.

En suma, las tendencias al autoritarismo no sólo existen en las fuerzas imperiales, sino también en quienes las enfrentan con sus mismos métodos, demostrando que no han podido evadirse de los vicios del adversario.

Estas tendencias, por lo general subestimadoras de la capacidad del pueblo a desenvolverse por sí mismo, s erigen como dueños del proyecto nacional, ateniendo a su manejo frente a los enemigos externos y en caso de que ellos no proporcionen la suficiente justificación para seguir manipulando aquel, el pretexto será la “infiltración” o los “desviacionismos” de los presuntos o reales enemigos internos.

En esta tarea se autoadjudican grados crecientes de autoridad para fortalecer aún más su presunta labor de salvaguardia. Son las que procuran a toda costa instalar el “orden” antes que la democracia o la justicia, es decir, convertir un medio en finalidad y hacer de las finalidades, medios. Pero como de lo que se trata no es imponer un presunto e imposible “orden” —solo factible a través de regímenes dictatoriales creados de “órdenes” semejantes a los que visualizaban en un hospital o en un comentario—’ sino de saber manejar el desorden propio de nuestra realidad en procura de su resolución positiva, esas tendencias autoritarias terminan coincidiendo con la filosofía y propósitos del adversario nacional; particularmente allí donde no aparecen fuertes correctivos en el propio pueblo para neutralizarlas y superarlas.

“Sin vida no hay muerte, pero sin muerte no hay vida” sostenía Hegel. Verdad y mentira, crítica y autocrítica, información y contrainformación, debate y polémica, todo ello hace a la existencia vital de una política nacional de comunicaciones. De muy poco sirve privar a un pueblo, incluso del conocimiento de la filosofía y de los objetivos y actividades de sus adversarios nacionales. Por el contrario, en el conocimiento profundo de tales realidades se encuentra la posibilidad de fortalecer la conciencia de su propia capacidad y aptitud, negadoras de las del adversario pero no por la falta de información sobre ellas, sino precisamente por el acabado conocimiento que se alcanzó sobre las mismas.

Recordamos como ejemplo significativo del papel nefasto que cumplen las políticas orientadas a restringir la información, el caso de los países del este europeo y de sus juventudes crecidas en un espacio al cual se trató de mantener aislado y sin contaminación, respecto del área capitalista. Bastó simplemente que se insinuara cierto descongelamiento, para que esas mismas juventudes comenzaran a apropiarse fervorosamente de muchos de los vicios que la juventud formada en la sociedad de consumo ya había superado y rechazado. De ese modo, mientras en la Europa Occidental del año 68 inmensas masas juveniles vociferaban su disconformidad con la sociedad alienante y consumística, sectores cada vez mayores de las juventudes del área socialista comenzaban a reclamar los productos materiales y espirituales más típicos de la sociedad del despilfarro.

La falta de confianza en las capacidades de un pueblo es siempre simultánea de la aparición de tendencias paternalistas dirigidas a “proteger” la presunta maduración de las masas, valiéndose de remedios que suelen ser peores que la enfermedad que se trata de controlar.

En la atención de la salud espiritual, ideológica y cultural de la población existen actitudes más o menos semejantes a las que rigen en la atención de su salud orgánica. De este modo nos encontramos con aquellas para las cuales —igual que sucede con la policía— todo individuo es sospechoso de enfermedad mientras no demuestre lo contrario.

El tratamiento de una sociedad aparentemente endeble lleva a enfatizar la existencia del factor enfermedad y a sobreestimar su tratamiento en procura de la “erradicación” del mal; otorga prioridad por lo tanto a los servicios de la llamada medicina científica mediante la ampliación de infraestructura y del equipamiento sanitario, aumento del número del personal especializado, es decir, de la tecnocracia de la enfermedad.

Esta tendencia acostumbra subestimar los factores condicionantes de la salud, así como el valor de los recursos tradicionales ya existentes en una comunidad para su preservación y desarrollo; es natural que ello ocurra: de se reconocidos en su exacta dimensión tales factores y recursos, la posibilidad de maniobra de las élites científico-tecnocráticas se vería de una u otra forma reducida.

Para una medicina social y humanista, que confía en las aptitudes y autodefensas de la población y que reconoce claramente los factores que traban el desarrollo de la salud, el enfoque pasa a ser bastante distinto: no se centra en la enfermedad, sino en la salud; es decir, en el bien antes que en el mal.

Cuando existe confianza en las capacidades que el individuo o la comunidad poseen explícita o potencialmente, las actividades se orientan a incrementar aquellas, a fortalecer antes que a restringir, a prevenir antes que a curar. No hay duda que una mejor nutrición infantil o el desarrollo de la llamada “atención primaria de la salud”, será siempre preferible, a los miles de medicamentos generalmente importados o a las decenas de especialistas educados para hacer del cuerpo humano un objeto de comercialización.

Para una medicina enfocada con criterio integral, el individuo es considerado en su estrecha relación con su medio ambiente y su espacio socio-económico, dueños de amplias posibilidades, aunque ellas estén coyunturalmente impedidas por situaciones de opresión nacional o de dependencia. Desde tales posibilidades, la salud del individuo es potencialmente aquella que le brinda su espacio histórico y social; ese espacio ocupa entonces el centro de interés, dependiendo de su promoción, desarrollo y liberación, la auténtica posibilidad de salud. Para este tipo de enfoque, el individuo antes que enfermo, es considerado potencial o activamente sano; más aún le cabe la posibilidad de encontrarse mejor cada día. La atención no se limita ya a la dolencia o a la enfermedad; se amplia a las posibilidades de hacer de un individuo o de una comunidad, incluso, totalmente sanas, individuos y comunidades cada vez más sanas.

De este modo, si para la medicina puramente reparadora y curativa la restricción del mal (censura) es el eje de su actividad, para una medicina social tal eje pasa por el incremento (liberación) de las energías individuo/comunidad ya existentes; única forma —o al menos, principal— de enfrentar y doblegar de manera efectiva las dolencias, sean físicas, síquicas o espirituales.

Esto no disminuye la importancia de enfrentar a los virus, bacilos o enfermedades de uno u otro tipo; tal enfrentamiento se hace también indispensable, aunque para ser realmente válido todo indica que debería atacar el conjunto de factores condicionantes de la enfermedad y no sólo a uno de sus efectos.

En el caso de la contaminación ideológica introducida por los medios de comunicación masiva —que es el tema que nos ocupa—, muy pobre será el efecto restrictivo si él opera a nivel de la censura de uno u otro producto y no ataca, como debiera, el contexto global del poder imperial desde el cual se impide la existencia de una plena salud social.

Enfrentar ese contexto, fuente de enfermedades y contagio, no lleva obligadamente en el terreno cultural —a diferencia del físico orgánico— a recortar quirúrgicamente (a través de la censura, por ejemplo) el producto “contaminante”; antes bien, puede hacerse uso de éste a manera de vacuna preventiva, utilizando la capacidad productiva de autodefensa, para ampliar en el conjunto del pueblo el conocimiento de la enfermedad necesaria de combatir; es decir, la comprensión de lo que es, pero que no debiera ser.

En los procesos avanzados de liberación, el poder de decisión está en manos de grandes organizaciones de masas y en el Estado Nacional y Popular; ellos están por lo tanto en condiciones de imprimir un nuevo modo de uso o lo que es igual, un tipo de lectura o de comprensión diferente, de los mensajes y propuestas del adversario nacional, en tanto el valor de aquellos se define en el espacio receptor y no en la intencionalidad de la fuente emisora.

Mientras que en la vieja situación las informaciones o los productos comunicacionales se sostenían en el sistema del poder multinacional y de la dependencia —el cual desde sus múltiples recursos contribuía a reforzar la tentativa de los mensajes propuesta—, en la nueva situación, es decir, en la que viven los procesos de liberación nacional en alguno de nuestros países, informaciones y productos comunicacionales pueden admitir una lectura totalmente distinta, en la medida que ha cambiado el contexto socio-político donde se difunden e interpretan. Ellos se someten, o pueden ser sometidos a una lectura crítica, aun debate masivo, no ya para emitir la visión que tienen los centros imperiales de su situación y de la nuestra, sino para analizarla, comprenderla y por lo tanto enfrentarla con más seguridad y claridad que antes.

Indudablemente una actitud de este tipo implica un desafío a las organizaciones de masas y al Estado Nacional, en tanto las obliga a multiplicar sus esfuerzos, los que en definitiva son los más adecuados para el desarrollo de la salud social. Aparecerán sin duda los pragmáticos de turno, quienes en aras de una presunta economía de recursos, propondrán las medidas por todos conocidas —censura, mayor control, prohibiciones— las cuales estarán a cargo de una tecnocracia ocupada de “preservar” o “vigilar” la salud espiritual de la población. En el fondo estas corrientes suelen coincidir —por su subestimación de la capacidad popular y la sobreestimación de que hacen gala respecto a las aptitudes del adversario— con la ideología que dicen querer combatir.

Una política efectivamente propulsora de la salud social en el terreno de la ideología y la cultura, es la que se orienta a promover la conciencia crítica y autocrítica de la población a través de una obligada y difícil labor multisectorial, concertando las capacidades de la educación, la cultura, la política, los medios de comunicación, los organismos ocupados del “tiempo libre” y la recreación, etc., para incentivar un diálogo esclarecedor y fecundo que no niegue el conocimiento de lo que piensa y hace el adversario (es decir, de lo que es la enfermedad), sino que lo promueva en el marco de un trabajo político, cultural y educativo a nivel de masas. Este trabajo demandará a su vez de nuevos esfuerzos intelectuales y sensibles por parte de la población, para fortalecer su salud, es decir, para desprenderse de la contaminación heredada a través de siglos de dependencia cultural. Pero se trata del proceso natural que requiere todo organismo social para crecer efectivamente, mediante sus propias fuerzas, evitando los paternalismos o tutelajes de quienes quieren actuar en nombre suyo y por encima de él.

Esta concepción obliga a una mayor flexibilidad y creatividad por parte de los organismos del Estado, y de las organizaciones populares; un esfuerzo en suma para desarrollar las aptitudes propias, incluso corriendo el riesgo del error, pero basada en anteponer nuestra propia posibilidad de salud a la mera oposición a la enfermedad social del adversario.

Sin esa capacidad de afirmación sólidamente instalada en un pueblo, todo proceso de cambio corre siempre el peligro de sucumbir ante el adversario, o ante una nueva élite de poder (política, militar, social, etc.), la cual pese a una fraseología diferente, poco o nada modificará las cuestiones esenciales de una sociedad.



Referencias

1. J. J. Hernández Arregui. NACIONALISMO Y LIBERACION. Corregidor. Bs. Aires. 1973.

2. Vivian Trias. IMPERIALISMO Y GEOPOLITICA EN AMERICA LATINA. Jorge Alvarez. Bs. Aires. 1970.

3. Julián Licastro. Ob. cit.

4. Algunos de los sindicatos y agrupamientos de profesionales que elaboraron propuestas sobre políticas de comunicación fueron: “62 organizaciones”; Sindicato de Luz y Fuerza; Sindicato de Trabajadores de la Publicidad; Instituto Ramón Carrillo; Comando Tecnológico Peronista; Agrupación de Teatro “Podestá”; Grupo de Cine Liberación; etc.

5. Horacio González, “La formación del poder popular”, entrevista “Aluvión”, No. 1, Bs. Aires. 1974.

6. Sindicato de Luz y Fuerza. PAUTAS PARA UNA POLITICA NACIONAL. Bs. Aires. 1972.





4. LAS ORGANIZACIONES POPULARES Y LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN

Organizaciones y situación de guerra

Dijimos antes que en la actual coyuntura mundial —condicionada por una situación de guerra no declarada y de características nuevas— los centros de gravedad de las naciones dominantes están constituidos por sus bases militares estratégicas, sus centros industriales, los conglomerados urbanos y las cabeceras de sus grandes circuitos de información y comunicación. Ello explica la importancia de las armas termonucleares, los MIRV, o los misiles y los satélites de exploración o de destrucción, capaces de atacar en contados minutos los centros de gravedad de otra nación igualmente desarrollada.

En la mayoría de nuestros países no existen centros de semejante importancia, ni abundan las potentes bases estratégicas; en el mejor de los casos, la población y el desarrollo industrial se concentran en muy pocas ciudades, pero de escaso relieve para hacer rentables las modernas armas de destrucción. Por otra parte, si las bases estratégicas existen, siempre estarán manejadas por alguna potencia imperial.

El centro de gravedad de nuestros países se materializa principalmente en los pueblos organizados o en proceso de organización; ellos viven diseminados por lo general en espacios amplios, sobre los cuales los medios masivos pueden operar en muy escasa medida —a excepción de la radio— sin alcanzar un valor estratégico que pueda definirlos como decisivos.

Es indudable que el aspecto visible de la tecnología tiene un valor intimidatorio e inhibidor, pero si lo enfocamos bajo los términos filosóficos de apariencia/verdad. ¿Hasta qué punto tal poder es real?

Fue Clausewitz quien sostuvo que cualquiera sea la potencia de un arma ofensiva —y esto es también claro en las comunicaciones masivas— lo que decide hasta dónde la ofensiva deberá llevar destrucción, es la profundidad de la defensa. En términos de comunicación masiva, la profundidad de esa defensa la establece siempre el espacio receptor, aceptando la direccionalidad de las comunicaciones, replegándose ante ellas, o decodificándolas para revertirlas en cuanto a su intencionalidad primera. El emisor propone, pero es el receptor quien dispone. Si la defensa es prolongada absolutamente, la destrucción deberá ser asimismo absoluta, lo cual resulta impracticable para la nación agresora, en tanto ello significaría la destrucción del propio poder agresor (fuente-emisor), imposibilitado de prescindir del defensor (destino-receptor), para garantizar el usufructo de su dominio (mensaje-propuesta).

El defensor/receptor sigue siendo el factor principal para dictar las leyes a esta peculiar situación de guerra, en tanto las comunicaciones y el impacto de la sofisticada tecnología comunicacional sólo alcanzan un- efecto positivo y verificable cuando el espacio receptor las sintoniza, las acepta y las retransmite; sin esa circunstancia, más que potencialidad real, lo que existe es una ilusión o una apariencia de potencialidad.

Un pueblo en proceso de liberación reúne habitualmente las condiciones mínimas para hacer de los recursos imperiales, o de los medios masivos existentes en el país y manejados por fuerzas adversas, verdaderos “tigres de papel”, aunque sería erróneo subestimarlos, en la medida que, ya sea en sus aspectos de “tigres” o de “papel”, uno u otro pueden crecer según los avances o retrocesos que se experimentan en el campo del pueblo organizado.;

La tecnología refuerza y complementa situaciones preexistentes en un contexto más amplio de carácter socio-cultural. Pero difícilmente puede por sí sola modificar a corto plazo actitudes básicas de la población. No existe ninguna experiencia en nuestros países que pruebe el carácter decisivo de los medios masivos para originar o transformar situaciones esenciales de una comunidad. Los medios operan a mediano o largo plazo de manera creciente y gradual sobre distintos niveles de la sensibilidad y la conciencia; sin embargo no parecen estar en condiciones de modificar a corto término, las actitudes de sectores sociales importantes, si es que no media de parte de ellos una predisposición favorable.

Entendida la comunicación como la vinculación existente entre dos campos de experiencia, el del emisor y el del receptor, la fuerza de cada uno de ellos se sustenta en un complejo sistema de relaciones, definido por los diversos aspectos que hacen a la vida social de una comunidad: economía, cultura, política, educación, problemas de coyuntura, etc. La fuerza del emisor depende, al igual que la del receptor, no de la capacidad del medio masivo o de la aptitud para sintonizarlo, sino de la relación entre tales campos de experiencia que se complementan y se oponen a través de los medios comunicacionales.

Más que distraer energías en la tentativa de restringir el campo de experiencia de las fuentes de emisión del adversario, pretendiendo incidir directamente sobre ellas, un Estado Nacional debería incrementar las de su propio espacio. Mientras que los campos de experiencias de las fuerzas multinacionales difícilmente puedan ser afectados por un país periférico, el Estado Nacional tiene siempre a su alcance el campo de experiencias propio, el del pueblo organizado que representa. Una actividad sistemática y permanente sobre éste, dirigida a su desarrollo, será sin duda la acción que más habrá de influir, tarde o temprano, sobre quienes falsamente se sienten dueños del universo.

En esta situación corresponde a las organizaciones populares un rol excepcional; ellas son la expresión materializada del pueblo, el centro de gravedad de un país periférico, neocolonizado o dependiente. Por ello no es casual tampoco, que sobre las mismas se vuelquen ingentes recursos orientados a su destrucción, ya sea mediante la infiltración, la corrupción, el divisionismo, la confusión, etc.; actividades que tienden a minar la solidez y la profundidad de las defensas nacionales, manifestadas en el centro de gravedad que es la organización popular.

Sería imposible imaginar la existencia de un poder imperial carente de un Estado fuerte y de una sólida estructura material y tecnológica de intimidación y agresión; pero tampoco es imposible imaginar la existencia de un poder nacional en nuestros países, desprovisto de tales recursos. Ello es así, porque un pueblo y el poder nacional que él representa, es capaz de existir y crecer al margen y en contra de un Estado, al margen y en contra de estructuras puramente materiales y tecnológicas de agresión o de defensa. Su poder está expresado en las organizaciones populares, resueltas a conquistar el efectivo Poder Nacional, es decir, a instalar también institucional y formalmente su propio Estado; su fuerza radica en la cantidad y calidad de los individuos que representa y en las relaciones orgánicas que entre ellos existan. La fuerza del poder imperial reside en factores totalmente diferentes, es decir, en la cantidad y calidad de los recursos de fuerza destinados a intimidar o a dominar a una población; en consecuencia la misión de las organizaciones del pueblo y de su Estado y Gobierno, allí donde ellos estén impuestos como real Poder Nacional, coincide en los objetivos, pero se diferencia en cuanto a funciones y responsabilidades.

Es evidente que las instituciones estatales, orgánicamente dependientes de un gobierno nacional están tuteladas por éste, de igual modo que debería ocurrir con tas organizaciones populares; sin embargo éstas para ser realmente tales deben ser promovidas y organizadas por el pueblo mismo a través de sus diversos sectores y fuerzas representativas. No sólo es función del Estado organizar; su rol más importante será siempre el de promover. Al menos si es que aspira a que las organizaciones sean eficaces y constructivas, para lo cual deben ser popularmente libres.

Para cumplir esta función, los diversos sectores populares deben organizarse a fin de construir la conducción común, con sus exigencias, necesidades, aspiraciones, colaboración y cooperación, es decir, para participar, pero desde la iniciativa de las bases, que se integra a la iniciativa de los organismos del Estado y del Gobierno a través de una comunicación circular y democrática.

Las fuerzas económicas, del trabajo, de la producción, el comercio, la cultura, la ciencia, las artes, etc., necesitan de esa orgánica elemental para su desarrollo y consolidación. El gobierno y el Estado también lo necesitan, pero para servirlas, ayudarlas, impulsarlas y protegerlas.

Se trata de estimular la presencia directa de las organizaciones políticas, sindicales, campesinas, vecinales, profesionales, culturales, etc., protegiendo su libre derecho a la autonomía orgánica, rechazando todo tipo de manipulación externa, a fin de garantizar los intereses legítimos de los individuos que cada organización representa.

Carlos Franco señala al respecto: “Ello implicó la renuncio a la concepción del partido como organización dirigente, representativa y centralizadora y lo redefinición de los organizaciones políticas como centros de orientación ideológico, promoción de consensos; producción de proyectos políticos-técnicos, organización de servicios a las organiza- clones de éstas”.1

En este contexto la labor del Estado es la de contribuir a que cada individuo piense y se sienta antes que nada, como integrante de un ser nacional, es decir, como argentino, peruano, brasileño o mexicano para que personalmente —en lo interno de ese proyecto común, nacional o regional— actúe en los términos que más desee. Porque una cosa es pensar como individuo aislado dentro de la humanidad y otra muy distinta hacerlo dentro de esa misma humanidad, como integrante de una comunidad determinada.

En las sociedades dominantes caracterizadas por el autoritarismo de una clase social o de una burocracia militar o política, la mayor cantidad de comunicación fluye desde la élite dominante hacia la población a la que se intenta uniformar. Todo el aparato humano y tecnológico controlado por el grupo dirigente está diseñado para lograr la máxima cobertura y eficacia a través de una labor permanente y cohesionada. Existen sin duda otros flujos de comunicación, como son los de abajo hacia arriba o los que se dan en sentido horizontal en torno a aspectos secundarios o de crítica menuda. Pueden ser las “cartas de lectores”, la “consulta telefónica” a los radioyentes, la información crítica sobre deficiencias de la burocracia estatal, o la crítica dirigida al mejoramiento del Estado (más que de la sociedad). También existe una comunicación horizontal en los círculos de liderazgo, en los grupos áulicos de la burocracia estatal o particular. Sin embargo, el flujo dominante es siempre hacia abajo. Este esquema se traslada a los países dependientes aunque de manera más compleja por los nuevos elementos intervinientes. En nuestro caso, los procesos de transición y de tentativa de cambio, incorporan aspectos de diversos modelos de sociedad y en consecuencia de distintos modelos comunicacionales, sean los de la “democracia” capitalista, o bien los del rígido estatismo implantado en algunos países del área ‘socialista.

Pero en nuestros proyectos nacionales, en los que Estado, Gobierno, Pueblo y Nación aspiran a ser sólidos integrantes de un proyecto dirigido a incrementar el bienestar de las grandes mayorías, será función del Estado estudiar, proponer, discutir, planificar —y tras el consenso general— ejecutar aquello que satisfaga las inquietudes dominantes de la población. En la medida que los organismos del Estado y del Gobierno pongan a disposición de las organizaciones populares la información y los hechos que éstos necesitan a fin de asegurar una amplia discusión y decisiones prudentes y satisfactorias, la comunicación fluirá de manera circular, hacia y dentro del pueblo y de sus organizaciones. Ello ocurrirá paralelamente al debate, la crítica pública y por fin a las decisiones colectivas.

El individuo podrá incluso pretender ignorar este círculo de comunicación; pero la educación cívica, la labor del Estado y de las organizaciones populares, así como su propio interés, permiten suponer que irá integrándose cada vez más al mismo.

En un proceso de estas características, la organización del pueblo se refuerza indudablemente y con ella crecen las defensas de la Nación, debilitándose simultáneamente, la capacidad agresiva de sus adversarios. En la medida que el centro de gravedad de la Nación se disemina en infinidad de poderosas células organizadas, capaces de replegarse o expandirse, dueñas de un gran movilidad, el imperio podrá incluso vencer, dominando los puntos de mayor concentración urbana-industrial, administrativo-política o de medios de comunicación tecnológica, pero su victoria será aparente y no decisiva. Se expresará como un poder de fuerza y no como un poder fuerte. Estará condenado, tarde o temprano, a sucumbir frente a un centro de gravedad relativamente intacto, y cuya solidez histórica y concreta no se da principalmente en el desarrollo material y tecnológico, sino en el nivel político-cultural a través de la cohesión, integración y comunicación de las fuerzas populares organizadas. Ellas podrán subsistir sin Estado, Gobierno o Poder Nacional propios y dominantes ya que poseerán por medio de sus organizaciones y sistemas de conducción, las bases potenciales de aquellos. Por lo tanto, el rol de las organizaciones del pueblo en una política de comunicaciones sociales, no es posterior a la toma del poder, sino que la antecede formando parte del proceso preparatorio de aquella y manteniéndose en medio de contingencias que pueden llevar a la consolidación del poder o a coyunturales derrotas, en los procesos de desarrollo y de liberación de cada país.

Las organizaciones populares y la comunicación social

La incorporación de los recursos tecnológicos modernos a cualquier sistema de comunicaciones, contribuye sin duda a que la información se desplace con más rapidez y a mayor distancia, pudiendo facilitar así la homogeneización comunicacional; pero por más modernos y revolucionarios que puedan ser los nuevos medios, ellos nunca reemplazan a los canales tradicionales.

La comunicación cara-a-cara, los medios de comunicación oral e interpersonal y todos los recursos culturales creados por una sociedad a lo largo del tiempo, siguen teniendo absoluta vigencia, pese a la aparición de los nuevos medios; se mezclarán las comunicaciones de uno y otro tipo, pero ninguna, por más original que sea, anulará la relativa o efectiva vigencia de las precedentes.

Las organizaciones populares y sociales, constituyen medios poderosos de comunicación capaces de adoptar canales directos o indirectos, primarios o secundarios, de acuerdo al nivel de desarrollo que han alcanzado.

De igual modo que el sistema de comunicaciones de una Nación está estrechamente vinculado a los factores condicionantes de su desarrollo, las organizaciones populares viven los problemas socio-económicos, culturales y políticos de los individuos que cada una de ellas representa.

En nuestros países los niveles de desarrollo organizativo de la población se dan de muy diversas maneras, como producto de las circunstancias locales e internacionales que atraviesan en cada momento de su historia. La organización popular se ha desarrollado poderosamente a nivel sindical, por ejemplo, en algunas etapas de la vida de países como Argentina o Bolivia. En estos casos los sindicatos fueron la expresión de los intereses, necesidades y proyectos de grandes masas de trabajadores fabriles o mineros. Su poder de convocatoria era, y en gran medida lo sigue siendo, superior al de los partidos políticos; no se limita a representar intereses profesionales o económicos de los trabajadores, sino a canalizar la conciencia y las actitudes de éstos en relación a los principales problemas nacionales, particularmente los que hacen a la soberanía económica, a la democracia y, a la justicia social. En otros países, sin embargo, la convocatoria estuvo y está en mayor medida en manos de diversos partidos políticos, respecto de los cuales, las organizaciones gremiales son, cuando más, uno de los diversos recursos de presión y negociación existentes.

Existe entonces en cada país una tradición de funcionamiento de las organizaciones sociales, y ella expresa posibilidades y carencias. No obstante, en términos generales, las organizaciones están facultadas para intervenir en dos áreas básicas:

a) La estatal, mediante la participación en labores de asesoramiento, estudios y planificación de la política nacional de aquellos medios que dependen del control del Estado o de los organismos de gobierno.

b) La interna, procurando el respaldo y la asistencia estatales, pero para diseñar, programar y ejecutar aquellas actividades que se crean esenciales a la vida de cada sector popular organizado.

Mientras que la labor de los medios de alcance masivo y nacional, debe manejar obligadamente una programación e información que alcance al conjunto de la población en pos de su integración y organización —área donde el Estado cumple un rol fundamental— los medios de alcance reducido y selectivo obligan a un trabajo de mayor profundidad, necesario a cada organización social para atender la problemática propia de sus representados, en el contexto y a la luz de la problemática nacional.

De este modo, sea operando a nivel nacional y hacia el conjunto de la población, o a nivel interno para los diversos sectores populares organizados, la complementación comunicacional entre ambas instancias producirá efectos multiplicadores que servirán tanto a la sociedad en su conjunto como a cada uno de sus sectores.

No estamos diciendo nada nuevo. Las empresas multinacionales aspiran a manejar los medios que actúan sobre las grandes masas, pero también, en lo interno de cada empresa procuran organizar a su personal en actividades comunicacionales a través, por ejemplo, de la revista de la empresa, periódicos murales, o actividades culturales, deportivas o recreacionales, dirigidas a crear una conciencia de “misión común” entre patrones-y trabajadores.

La mitificación que se ha venido haciendo de los medios masivos, tiende sin embargo a crear en el ánimo de las organizaciones cierto escepticismo o subvaloración sobre las posibilidades de los recursos comunicacionales no tecnológicos. En la medida que tales medios, llámense televisión, cine, prensa o radio, prestigian a quienes están involucrados en ellos pareciera que los restantes recursos tienen un valor secundario. Se establece así en lo interno de una comunidad, un esquema de dependencia que idealiza los medios ajenos a la organización popular y desvaloriza los que le son propios; es decir, aquellos a través de los cuales puede establecer relaciones y comunicaciones mucho más sólidas y reales que las que permiten los medios tecnológicos, habitualmente fuera de las posibilidades de una organización popular por su elevado costo o por las dificultades para su implementación y mantenimiento. El problema de una organización es, entonces, el de resolver un sistema de comunicaciones y relaciones internas y externas, acorde con sus posibilidades reales y en función de las necesidades básicas de sus integrantes.

Una organización sindical, por ejemplo, está obligada a establecer formas de relación con otras organizaciones o entidades (empresarias, estatales, etc.), y con otros sindicatos, nacionales o internacionales; ello demanda de una clara política de comunicaciones, información y relaciones sindical-políticas. Pero al mismo tiempo, su poder emana principalmente, del sistema de relaciones e integración que haya sido capaz de originar, antes que nada, en su propio seno. De la fuerza que tal sistema posea, depende en gran medida el éxito de las comunicaciones hacia afuera.

Por otra parte, la relación sindical basada únicamente en la defensa de los intereses profesionales, es insatisfactoria para una comunicación plena a nivel interno. Cuando el afiliado descubre que el sindicato sólo sirve para discutir un convenio laboral o mejoras economicistas lo utiliza para esos fines específicos, buscando insertarse con otras áreas donde pueda canalizar sus otras necesidades y expectativas. Al sindicato le corresponde entonces atender el conjunto de los problemas de sus afiliados —económicos, sociales, culturales, educativos, recreativos— para hacer de la organización una gran familia, hermanada a las otras familias que constituyen las demás organizaciones.

Es indiscutible que el medio tecnológico no puede ser de ningún modo desechado allí donde él contribuye de manera real a ciertas necesidades de la comunicación hacia el interior o hacía el exterior de una organización. Es el caso de las publicaciones propias, espacios en la radio o en la TV, el material filmado o televisivo para difusión, etc.; pero los elevados costos de esos medios dificultan a la mayor parte de las organizaciones populares acceder a su empleo. Sólo en muy pocos países —los más desarrollados— algunas organizaciones disponen de recursos para el uso de \medios masivos. Además ellas están obligadas a contar con el respaldo, o al menos la aceptación, de los respectivos gobiernos de no mediar esa legalización oficial, tales medios tienen aún menores posibilidades de utilización.

La comunicación directa e interpersonal, se constituye en un medio de gran incidencia, allí donde los recursos son escasos, ola situación nacional no permite todavía formas más avanzadas y amplias de comunicación y en este sentido cabe recuperar una vez más la importancia de dicho medio, por otra parte el más primitivo, y todavía el más influyente.

Refiriéndose a la comunicación oral, el chileno Camilo Taufic, sostiene acertadamente: “Tiene la ventaja de ser el vehículo por excelencia del pensamiento humano, totalmente insustituible en la difusión y en le discusión de las ideas, así como sus efectos sobre las acciones de un auditorio son más inmediatas que los que logra la comunicación visual, la que tiende a provocar una especie de “quietismo” en e! espectador (...) La comunicación “cara a cara” (entre dos personas o en un grupo), se efectúa generalmente entre conocidos, que se mueven en un mismo medio y cuyos valores tienden a coincidir. La comunicación interpersonal permite adecuar sobre la marcha, el contenido del mensaje a las reacciones del auditor. Si éste asiente, e! comunicador podrá Insistir en un tópico; si desaprueba, corregirá su argumento o usará analogías o ejemplos para ilustrarlo; si el auditor demuestra aburrimiento, el emisor podrá acortar la exposición (...) Los estudios sociológicos han probado en el terreno que fa Influencia de la comunicación colectiva sólo se hace efectiva a través de contactos personales, por medio de numerosos receptores-repetidores, que adaptan a situaciones concretas de su grupo más cercano, las ideas, noticias y estados de ánimo que proyectan los grandes medios de comunicación masiva”.2

Poderosos sindicatos latinoamericanos —al igual que ocurre en los grandes partidos de masas de la izquierda europea, particularmente la italiana— han experimentado el uso simultáneo de los medios. Un ejemplo, lo constituye en la Argentina el Sindicato de Luz y Fuerza. Los re. cursos que esa organización poseía le permitieron contar durante una larga época con una imprenta propia en donde publicaba libros dedicados al análisis de problemas sindicales, y también de los problemas nacionales y latinoamericanos; editaba además una revista informativa de elevado tiraje para difusión pública (“Dinamis”) y poseía espacios contratados en diversas emisoras de radio y de televisión. Asimismo, contaba con un cine club y una excelente sala de espectáculos y de proyecciones cinematográficas.

Sin embargo, la comunicación en el interior del sindicato estaba desarrollada a través de medios directos que atendían el conjunto de las necesidades del afiliado y, por lo tanto, al fortalecimiento de la organización.3

Es evidente que este tipo de actividades, por la dimensión que alcanza, sólo pueden mantenerse de contar con la aceptación de los gobiernos de turno. De cualquier modo, los sistemas de comunicación e incluso algunas de las metodologías empleadas, constituyen un antecedente importante para probar el papel que los medios comunicacionales pueden cubrir en diversas etapas de un proceso nacional.

La iniciativa popular permite asimismo enriquecer en cada espacio la capacidad de los medios empleados. Recordamos, a modo de ejemplo, las actividades desarrolladas entre 1973 y 1974 en la Argentina por un grupo de militantes políticos peronistas, junto con actores y músicos de ese mismo movimiento; ellas procuraban organizar el tiempo libre de la población en el nivel barrial o zonal igual que los sindicatos lo hacen en su propio espacio profesional.

Un estudio de los medios utilizados en nuestros países por las organizaciones populares, permitiría redescubrir las enormes posibilidades que existen a partir de la iniciativa popular, para reforzar las comunicaciones en cada área, y servir por lo tanto al desarrollo comunicacional de un país.

No hay duda que un uso creativo del tiempo libre de a población —promovido y planificado por las organizaciones populares— contribuiría a mejorar también la calidad del tiempo de trabajo, haciendo de uno y otro tiempos, estadios de desarrollo y liberación, colectiva e individual.

En este sentido la coordinación de esfuerzos entre las organizaciones populares y el Estado Nacional, puede contribuir enormemente a fortalecer el centro de gravedad de un país, mejorando su defensa nacional e incrementando su capacidad para conducir desde las bases a la dirección, un proyecto de desarrollo basado en las fuerzas y en los recursos propios.



Referencias

1. Carlos Franco. “Notas sobre democracia y socialismo”, en revista Socialismo y participación, No. 7, Lima, 1972.

2. Camilo Taufic. PERIODISMO Y LUCHA DE CLASES. Ed. de la Flor. Bs. Aires. 1974.

3. En su plan de actividades para 1973, el Sindicato de Luz y Fuerza preveía lo siguiente:

— Capacitación sindical, a través de un Instituto de Capacitación con cursos básicos e intensivos; equipos de trabajo de Investigación; publicaciones, etc.

Educación, mediante convenios con organismos estatales para la formación de centros de estudios de nivel secundario, bachillerato especializado para adultos, centros de cultura popular; asimismo, una Escuela de Artes y Especialidades, destinada a artes plásticas, danzas nativas, bordado y costura, dactilografía, idiomas, fotografía, gimnasia, etc.

- Cultura; Biblioteca, con concursos literarios y ferias del libro, artes plásticas (galerías, exposiciones permanentes, salones intersindicales y nacionales etc.); teatro para niños y adultos; cine club, con programaciones mensuales, ciclos de cine infantil y “cine liberación”, cineteca, etc.; foto club, concursos y exposiciones, laboratorio, salones intersectoriales, intersindicales y foto club anual nacional; recitales, a través de siete salas ubicadas en la ciudad de Buenos Aires, solistas y conjuntos (folklore, tanto, jazz, progresiva), funciones especiales en teatros municipales y al aire libre, funciones en radio y televisión, etc.

- Mujer, por medio de un Instituto Femenino Sindical, dedicado a labores de formación, capacitación y promoción.

- juventud, actividades deportivo-creativas, como atletismo, básquet, futbol, gimnasia, etc., y sociales formativas; canto, danzas, manualidades, excursiones, campamentos, etc. Asimismo, temporadas especiales de verano e invierno.

- Deportes: actividades varias (atletismo, ajedrez, arquería, automovilismo, pesca, caza y tiro, futbol, natación, pesas, etc.) juegos olímpicos internos, afiliaciones a diversas asociaciones y federaciones, Centro Integral de Medicina del Deporte, con cultura física y médica; fichaje al inicio, síquico y físico; traumatología, rendimiento y entrenamiento.

- Comunicaciones sociales, culturales y deportivas, a través de una difusión en los sectores de trabajo y en los medios masivos.







5. LOS COMUNICADORES SOCIALES Y LOS MEDIOS

El comunicador como protagonista

El comunicador social que aspira a servir realmente a la liberación de su país, no es en primera instancia un tecnócrata, sino un protagonista militante de un proyecto nacional, con el cual está consustanciado, y al que aporta la especificidad de sus recursos técnicos. Asume el medio comunicacional simplemente como un recurso para el cumplimiento de una finalidad superior y para el logro de determinados Ideales. Encuadra su actividad en el proyecto del Pueblo-Nación, antes que usar a éste para medrar con la especificidad instrumental de su medio de trabajo.

Una nación no vive por sectores, sino antes que nada, a nivel de conjunto y éste constituye el punto de partida fundamental; a partir del mimo los hechos parciales adquieren su verdadera dimensión y se hacen absolutamente demostrativos, cosa que no ocurre cuando se intenta proceder de manera inversa.

Un proyecto nacional sin embargo, no se enseña ni se aprende, sino que se conoce, se comprende y se siente; y por encima de todo, se practica, que es la mejor forma de contribuir a la comprensión, al conocimiento y al sentimiento. De nada serviría al comunicador social limitarse a memorizar y a repetir ciertas verdades o principios doctrinarios; esas verdades y principios han de adaptarse y recrearse en cualquiera de las áreas donde le corresponda actuar, sea el editorial de un periódico, la página deportiva, el teleteatro, el diseño gráfico, la audición musical, la tira cómica, el film documental o los dibujos animados. En cada área y en cada materia se requiere de una capacidad creadora y técnica, para enriquecer las ideas y los principios, es decir, para dotar a éstos de vida activa, en constante renovación y desarrollo.

Por otra parte sería muy escaso el aporte del comunicador, si su capacidad se limitase al manejo de una brillante capacidad política; antes que nada, a él le corresponde operar con recursos técnicos y expresivos, sin cuyo dominio efectivo, escasa o nula sería su labor militante. De poco sirve justificar un producto comunicacional esgrimiendo su “mensaje político” o “cultural”, si éste se proyecta deficientemente. El mensaje de un medio, está estrechamente integrado a la forma técnica y expresiva con que se presenta. Lo cual no implica negar la validez de ciertos productos técnicamente débiles, particularmente en situaciones donde la realidad no permite un nivel superior de trabajo. Sin embargo, cuando existen aptitudes creativas, las carencias y las dificultades, antes que disminuir el valor de una producción comunicacional, pueden jerarquizarlo en un proceso de búsqueda, invención y logros.

Un comunicador social debe dar lo mejor de sus aptitudes, sean ellas ideológicas o técnicas. Sobran en nuestros países los casos de muchos profesionales —sobre todo en etapas de transición— sumidos en una es cisión de responsabilidades que se expresa enfatizando la preocupación por el proyecto destinado al mercado de consumo, y subestimando su propio trabajo en aquellos productos que intentan aportar con mayor responsabilidad a la transformación y al cambio social.

En la medida que sus mensajes, sean cuales fueren, cumplen una función pública y social, el comunicador quiéralo o no se transforma en un trasmisor de mensajes políticos, a veces explícitos, pero casi siempre subyacentes. Posee además la libertad de aceptar aquellos que determinadas circunstancias hostiles le imponen, o bien, trabajar dentro de las mismas para su superación.

Todas las áreas de la comunicación admiten un enfoque crítico, transformador y dinamizador, en el cual la preocupación por los contenidos no esté desvinculada en ningún modo por aquella que hace a su forma y a su modo de uso. No son preocupaciones diferenciadas, sino una sola, materializada a través de metodologías distintas, y al comunicador social le toca afrontar éstas y resolverlas creativamente.

Una de las primeras libertades a conquistar en nuestra situación es la de poder decir la verdad, ya que la manipulación de los recursos educativos y comunicacionales por parte de las naciones dominantes, ha generado un clima de desinformación creciente, invirtió los valores, creó imágenes falsas, tanto de nuestra situación como de quienes aún la dominan. Construir entonces una imagen real del mundo que nos rodea y condiciona, se constituye en uno de los objetivos principales del comunicador.

Además, la verdad que aquel busca, no es la “verdad universal”, sino la que contribuya efectivamente al desarrollo de su país y de su realidad, por más que ella pueda entrar en contradicción con la imagen de la “verdad” que puede existir en otros contextos. En el manejo de la información, como en la actividad científica, existe también un criterio de prioridades. Todo lo que no aporte al enriquecimiento de una determinada realidad, es decir, aquello de lo cual esa realidad puede prescindir sin verse disminuía o afectada, será una verdad para otro contexto, pero para el propio su valor será cuando más, aparente. De cualquier modo, el valor y la verdad de las informaciones o de los contenidos, no pueden ser un ejercicio privado del comunicador social ni menos aún un componente de la llamada “libertad de expresión”; ellos serán antes que nada, producto de la permanente relación del comunicador con el contexto sobre el cual actúa y al cual pretende contribuir efectivamente.

Por ello la libertad de prensa, por ejemplo, debe ser concebida básicamente en su función social, es decir, dentro del concepto de una libertad socialmente justa, que sirva a la sociedad nacional en que se desenvuelve.

No es función del comunicador social llevar al destinatario de sus mensajes a sostener obligadamente su punto de vista; él no impone ni manda. Por el contrario, promueve, sugiere, interroga, facilita la participación de los otros. Sabe que el pueblo, aún a riesgo de equivocarse, es la principal fuente de verdad, y a ella se remite, tanto en la búsqueda de elementos como en la devolución de los mismos, enriquecidos a través de su aporte ideológico, creativo y técnico.

El comunicador social aspira a vincularse a receptores, acordes en número, con los objetivos de su mensaje. Su labor se inscribe en el marco de un nuevo concepto de eficiencia que no es ya la del rating ni la de la mera cantidad de espectadores, lectores o auditores, sino la dignificación del receptor, el incremento de su capacidad de información, conocimiento, sensibilidad y responsabilidad.

También tiende a que el espacio receptor multiplique sus aptitudes para crecer como espacio emisor. Explica lo que ocurre y propone formas de acción; cuando el receptor no lo acompaña, evita sectorizar la información o imponer autoritariamente su punto de vista; antes bien, deja hacer al espacio receptor, al pueblo organizado, y lo acompaña en su experiencia debatiendo ésta en términos democráticos, ya sea para retomar su primera posición o para asumir lo que pudo haber criticado. No pierde nunca de vista que su labor apunta a la formación tanto de tipo intelectual como sensible, a la consolidación de un alma colectiva que piense y actúe de manera coherente.

En este aspecto, el comunicador social es también un conductor de información y de conciencias, orientado a convertir a cada individuo en un nuevo conductor y un nuevo promotor y organizador de mensajes útiles al desarrollo comunitario.

Sabe también que los intereses, cuando sustituyen a los principios y a los ideales, dividen más que unifican. Por ello, principios e ideales priman en él, por encima de los intereses parciales, en la medida que el único interés reconocido y aceptado es el del conjunto del Pueblo-Nación en su proceso de desarrollo autosostenido y liberador.

El ideologismo crítico y la ideología positiva

Aunque la actividad de los hombres responde a principios relativamente simples, la labor de los comunicadores sociales tiende a hacerse cada día más compleja, para poder servir a esos mismos principios. Los avances de la tecnología y su irreversible penetración hasta en los más recónditos lugares del planeta, obliga a los comunicadores a un desarrollo de su capacidad para el dominio de los medios más simples o más avanzados, en sus aspectos ideológicos, técnicos y creativos.

Las naciones dominantes golpean todos los días con su martillo tecnológico, apto para impresionar a los tecnócratas de nuestros países. Proporcionaron también a muchos de ellos distintos tipos de martillos y se reservaron la fuerza básica para conducir los golpes. Por tal razón en nuestros países abundan comunicadores dueños de martillos formidables (aunque en apariencia, más que en verdad), dotados simultáneamente de una conciencia orientada a la destrucción (o a la autodestrucción) y convertidos por lo tanto en más peligrosos que aquellos que no poseen nada.

La cultura nacional ha ido formando a través de la historia fuerzas espirituales muy poderosas, y habitualmente ignoradas, carentes de ese tipo de martillos que las naciones dominantes ofertan.

En este proceso crecieron las tendencias orientadas a mitificar tales recursos y a subvalorar aquellos que nos son propios.

La dependencia cultural condujo a muchos de nuestros intelectuales a un ideologismo crítico, que se asume como la superación de la ideología criticada. Aparentemente combate al adversario nacional, pero encerrado en la mera crítica, se muestra insatisfactorio ya que buena parte del producto de su trabajo es empleado luego por los dueños de los martillos comunicacionales, para corregir sus golpes y hacerlos más precisos y eficaces en la defensa de sus intereses.

Por ello, cabe preguntarse ¿hasta qué punto es válida una actitud crítica, cuando ella no explicita simultáneamente una actitud positiva, es decir, un proyecto superior al criticado?

El sociologismo funcionalista importado a nuestros países junto con la política desarrollista, exacerbó la labor de análisis crítico respecto de los medios de comunicación. A través de dicha labor se atendió básica, sino exclusivamente, uno de los aspectos del problema: las intencionalidades de! emisor, enfatizando en el poder de su infraestructura tecnológica y de su superestructura ideológica; simultáneamente sustrajo al espacio receptor de la compleja red de interrelaciones socioculturales y políticas reduciéndolo a una suerte de ente pasivo, dominado por reflejos pavlovianos.

La mayor parte de la actividad intelectual en nuestros países, se circunscribió a ese tipo de investigaciones o análisis; las revistas y publicaciones de todo el mundo —muchas de ellas financiadas por fundaciones de empresas transnacionales— publicitaron esos trabajos, estimulando directa o indirectamente nuevas producciones dentro de la misma concepción. De esta manera, el objeto de estudio, fue casi siempre, el adversario, y su intencionalidad, poder y aptitudes manipuladoras. El debate se encerró prácticamente en el contexto de los medios dominantes, sirviendo para estimular una conciencia crítica, que, al estar desconectada de una voluntad afirmativa y de construcción, se tomó estéril, propiciando incluso complejos de inferioridad propios de todo proceso de colonización cultural.

En este sentido cabe recordar que la problemática vivida en nuestros países, es producto en medida fundamental, de las acciones llevadas a cabo sobre nosotros por los poderes mundiales dominantes; pero cabe agregar que también es producto de nuestra insuficiente conciencia autocrítica y de las carencias conceptuales y operativas para formular, conducir y ejecutar un proyecto más acorde con los principios que sostenemos y con la realidad de la que formamos parte.

Cuando los principios y los ideales quedan planteados como circunstancias a construir en el futuro, y no se enfatiza simultáneamente en el orden cotidiano que las pueda ir posibilitando desde ahora, en cada una de las innumerables actividades de un pueblo, ellos sirven a la confusión y al engaño, antes que a la consolidación de un poder verdaderamente liberador.

La ideología termina así en ideologismo de consumo; se frustra, y al hacerlo, empuja a sus protagonistas a posiciones cada vez más extremas de crítica y de destrucción, que terminan habitualmente en la autodestrucción (aunque éste pueda revestirse de “heroicidad”), sirviendo al juego de lo que se dice combatir.

Siendo justificable en una primera etapa, y reconocidos sus aportes al conocimiento de las fuerzas adversarias, la actividad crítica debe ser simultánea de la construcción de una Ideología positiva que estudie la tradición, la realidad, el poder y las posibilidades indudables del espacio receptor, es decir, del campo popular. Existen limitaciones en nuestro caso que es necesario detectar y evaluar; sin una sólida conciencia autocrítica de nuestras carencias, y sobre todo, sin la decisión real de superarlas, no podremos demostrar algo que no admite cuestionamiento como es el hecho de que nosotros en verdad —y no en apariencia— somos realmente más fuertes que el adversario, en la medida que nuestro proyecto es superior al suyo.

Muy poco se ha avanzado en este sentido y ello se traduce muchas veces en una desconexión entre los profesionales de la comunicación social y aquellos comunicadores empíricos o tradicionales que el propio pueblo generó a través de su desarrollo; sus experiencias nos resultan habitualmente ajenas, al igual que sus contenidos, formas de manifestarse, sensibilidad y estilo.

El campo popular ha ido construyendo de una u otra forma, sus sistemas de comunicación; a veces lo hizo de manera clara y explícita, pero por lo general debió recurrir a lo subterráneo o indirecto, como producto de una cultura de resistencia que para sobrevivir ha debido aprender el lenguaje de la picardía o el de la astucia.

Nuestros pueblos han sido capaces de sobrevivir a todas las andanadas y martillazos de los medios masivos careciendo las más de las veces de la ayuda de especialistas o profesionales en comunicación; sin embargo eso no es suficiente. A los hombres dedicados a la labor comunicacional les corresponde reforzar esa actividad popular, partiendo de ella y de su capacidad de impermeabilidad ante las ininterrumpidas propuestas del adversario, contribuyendo a superar finalmente sus limitaciones, nacidas del histórico conflicto entre la liberación y la dependencia.

Las debilidades de la apología

Una realidad que histórica y políticamente tiende a democratizarse y a liberarse es una realidad que se autopromueve por sí sola, pudiendo prescindir incluso de especialistas rentados que la publiciten.

Los hechos y las obras nacidas de un real proceso de liberación, son la más contundente campaña de propagandización y de publicidad de una realidad que habla y persuade, por el sólo hecho de existir.

Es en esa realidad, donde el comunicador social encuentra la mejor oportunidad para desenvolverse del modo más natural, sin necesidad de falsas retóricas ni de campañas apologéticas, propias de los publicistas de las naciones dominantes; éstas aparecen como necesarias o imprescindibles, allí donde la propia realidad adolece de carencias reales, que resultan imposibles de subsanar mediante la sola manipulación de los medios.

Un poco en tono de broma y otro tanto hablando en serio, uno de los más grandes especialistas en comunicación imperial, Goebbels, sostenía: “La iglesia Católica se mantiene porque repite lo mismo desde hace dos mil años. El estado nacional socialista debe actuar de la misma manera’ A partir de ese concepto la propaganda hitleriana se caracterizó por el desprecio de la opinión pública, el descaro, el bluf y el método del “puñetazo sicológico”.

Los servicios de información de las naciones imperiales “democráticas”, así como las agencias publicitarias de las multinacionales, sólo hacen de aquello que Goebbels proponía, una práctica de la cotidianidad. La repetición de los mismos mensajes a lo largo del tiempo, por diversos canales complementarios, tienden a fijar un comportamiento instintivo allí donde no hay un receptor prevenido.

¿Pero hasta qué punto esa propaganda política nazi tenía éxito más allá de sectores importantes del pueblo alemán, movidos esencialmente no por aquella, sino por circunstancias sociales, económicas, políticas y culturales propias de su particular realidad?

El especialista Jean Marie Domenach afirma al respecto: “La falsedad y la petulancia de la propaganda hitleriana fueron tales que la mejor contrapropaganda debía limitarse a exponer los hechos con simplicidad y franqueza. Churchill lo comprendió inmediatamente (. . .) En vez de oponer a las extralimitaciones hitlerianas boletines de victorias imaginarias, presentó en los Comunes un estado perfectamente objetivo de la situación, sin ocultar de ninguna manera los ataques muy duros sufridos por las ciudades inglesas, ni las primeras derrotas de los ejércitos británicos rechazados hacia Egipto. En lugar de la “guerra fresca y alegre” de la propaganda hitleriana, prometió a los ingleses “sangre, sudor y lágrimas” pero esta franqueza hizo mucho más que las fanfarronadas’

Un pueblo puede aspirar en determinados momentos de su desarrollo a refugiarse en la presunta calidez de una realidad ilusoria, como una forma de evadir situaciones altamente conflictivas o dramáticas; ello constituye una tendencia defensiva experimentada tanto a nivel colectivo como individual. En los momentos difíciles de amargura o de derrota, un individuo o un pueblo, más que querer persistir en esa realidad, trata de salir de ella a cualquier costo para seguir existiendo.

Pero tarde o temprano se hace necesario restablecer la conciencia de la realidad; los jingles o slogans festivos, las imágenes de niños y jóvenes siempre sonrientes, el canto a la fe y a la felicidad en abstracto, la publicitación del gobierno o del partido en el poder, la omisión de todo aspecto crítico y de las “imágenes negativas de la realidad”, en suma, la apología de una situación sea ella cual fuere, no tarda en provocar en el espacio receptor una reacción adversa, estimulando la búsqueda de la verdadera realidad a través de canales de diverso tipo. Es erróneo suponer que basta la omisión de la información que puede sernos negativa y la simultánea promoción de algunos hechos, para persuadir o neutralizar la conciencia crítica de la población. Suponer esto, sería subestimar la aptitud del individuo como ser pensante y protagonista del hacer histórico. Sin embargo este tipo de problemas sigue subsistiendo tanto en las sociedades de tipo capitalista como en las denominadas socialistas. También lo experimentamos en diversos procesos latinoamericanos. Ellos no estuvieron exentos de fuertes tendencias —muchas veces dominantes— a la apología de la realidad en u proceso ingenuo y distorsionante, que omitía el análisis de los aspectos contradictorios en que tal realidad se desenvolvía.

Cuando un Estado omite el debate clarificador sobre una determinada realidad o no actúa con franqueza y claridad en los problemas que el pueblo atraviesa cotidianamente, no sólo desarma a éste para el enfrentamiento de tales problemas o lo empuja al escepticismo, sino que fortalece los canales de información controlados habitualmente por sectores opuestos a los procesos de liberación.

Una comunidad nacional, o un sector de ella, pueden ser “distraídos” o “entretenidos” durante algún tiempo, pero ello no puede ir más allá del momento en que la realidad nacional se abre paso, informando directamente a través de los hechos que cotidianamente saltan a la vista y al oído.

El comunicador social, debe enfrentar críticamente aquellas tendencias presentes en cuadros del Estado o de la burocracia partidista que intenten restringir el abierto debate democrático en lo interno del pueblo organizado, so pretexto de “no brindar armas al enemigo”. Antes que evitar el debate sobre los temas “urticantes” o “conflictivos”, es su obligación la de promoverlos, dado precisamente el carácter esclarecedor que pueden tener si es que sirven realmente al conocimiento de una determinada situación; y no hay duda que no puede modificarse aquello que no se conoce profunda y cabalmente.

Rehuir tal problemática implica que no se confía en el pueblo ni en las propias fuerzas y que por el contrario se mitifica el poder del adversario. Ello conduce a sectorizar la información y a recortar el conocimiento, es decir, a disminuir las capacidades propias mientras se facilita a los enemigos del proceso el empleo de todas las suyas, tanto las que lo valoran como las que lo critican. Las tensiones del comunicador social no son solamente con ciertas actitudes de la burocracia estatal, sino también con el espacio receptor. Antes que limitar su mensaje —en contenido y forma— al horizonte existente en aquel, trata de elevarlo, o lo que es igual de tensionarlo de uno u otro modo, en tanto se obliga al individuo a incorporarse a nociones y expresiones más avanzadas que sirvan a su desarrollo. Indudablemente es un proceso difícil, dado que siglos de colonización cultural y de distorsión ideológica, han contribuido a la aparición de actitudes y costumbres falsas o innecesarias para el desarrollo de una comunidad. La lectura de la imagen, la percepción del sonido, el sentido del tiempo y del ritmo, es decir, todo lo que hace a la sensibilidad del individuo, han sido impuestos una y otra vez, dejando sus huellas en el inconsciente colectivo. Sin embargo, en la medida que esa realidad es la única verdad existente, corresponde al comunicador social partir de ella, no para satisfacerla o confirmarla en lo que es, sino para tensionaría críticamente hacia lo que puede ser, en una intercomunicación que tratará de impedir que la tensión se convierta en ruptura.

El comunicador social aporta a su comunidad algo más de lo que ella sabe, conoce o siente; tal es su capital y tal su contribución al desarrollo comunitario. De lo contrario, su ausencia no sería percibida por nadie. Si se reclama su actividad entonces, es para que se actualice permanentemente en una realidad nacional y mundial que se torna cada día más compleja en contenidos y formas, y que demanda de grandes esfuerzos intelectuales para comprenderla y conducirla en sus múltiples matices.

El carácter interdisciplinario de la comunicación social

El comunicador puede tener como objetivos principales los de informar, educar, capacitar o simplemente expresar, y utiliza medios acordes con aquellos. Cada uno de tales objetivos demanda de metodologías y de técnicas diferenciadas, sin que ello implique una compartimentación insalvable. Es evidente, que las técnicas empleadas en un programa o en una política de informaciones, no pueden ser exactamente las mismas que aquellas requeridas para finalidades pedagógicas, o para la producción de obras que se basen en recursos eminentemente expresivos. Sin embargo esas actividades se desenvuelven siempre a través de medios de comunicación, sean ellos informativos, educativos o artísticos-culturales. Una película o una pieza de teatro, antes que “obras de arte”, son medios de comunicación social, aptos para contener simultáneamente recursos pedagógicos o expresivos, aunque enfaticen en uno o en otro, según las finalidades perseguidas.

Es evidente que algunos medios, por ejemplo la danza o la música —medios de expresión— operan de manera principal a través de la sensibilidad y las emociones, y que otros recursos como la información periodística, actúan en mayor medida sobre la conciencia y la razón. Sin embargo, todos ellos simultáneamente informan, educan, expresan, desencadenan emociones, a uno u otro nivel según el uso que se les imprima. Por ello una producción artístico-cultural, operando esencialmente a través de recursos-expresivos, sensibles y desencadenando emociones no controladas totalmente por la razón, llega a esta influyendo en las ideas y en la conciencia. Esto es así, en tanto concebimos al individuo como un ser integral, en el que lo físico y lo espiritual, lo racional y lo irracional, lo consciente y lo inconsciente, son circunstancias estrechamente interrelacionadas.

Las posibilidades de los medios de comunicación radican precisamente en la multiplicidad de influencias que ejercen: estéticas, sicológicas, sociales, políticas, culturales, etc., ya sea a través de la simple información o del diseño de cualquier producto comunicacional.

La cultura que nos ha dominado a lo largo de los siglos, impuso determinados modos de uso que escinden las comunicaciones en actividades compartimentadas. Existe una tentativa de división del trabajo que reconoce las relaciones entre especialistas, cuando más, como adición, pero no como síntesis. Semejante tentativa tiene sus orígenes en las necesidades de crecimiento de la sociedad capitalista, particularmente desde la Revolución Industrial. Para una filosofía movida básicamente por criterios economicistas y resuelta a lograr cuanto antes un rápido despegue, toda voluntad de mantener un pensamiento global y totalizador sería condenada a la marginalidad. Ya habían sucumbido tiempo atrás, los émulos de Da Vinci —simultáneamente artista, científico, inventor, pintor, escultor, matemático, investigador—, y no tardarían en seguir su camino los admiradores de Newton, a la vez matemático, astrónomo, óptico, mecánico y químico. La nueva sociedad exigiría la sumisión de la ciencia y de la filosofía, e incluso de la producción artística, a las necesidades del crecimiento económico productivo. Las instituciones académicas y universitarias quedaron entonces sujetas a tales necesidades y sus “virtudes” se probarían por los éxitos que alcanzaran en el terreno de la industria y de la economía. En consecuencia, a mayor desarrollo en esos terrenos, mayores urgencias aún para parcelar y compartimentar las diversas actividades y disciplinas.

Obviamente el éxito económico de esta filosofía radicaba, entre otras cosas, en que la cúspide de las fuerzas sociales dominantes, manejaba a través de la élite política y tecnocrática de su confianza, el conjunto de los procesos compartimentados. Pero su manejo vertical impediría las necesarias vinculaciones e intercambios horizontales entre quienes, desde cada sector, contribuían a consolidar el poder de las nuevas fuerzas. El humanismo de un pensamiento global cedió de este modo espacios decisivos a los propugnadores de las “ciencias puras” pero conducidos en su conjunto por quienes tenían las riendas de la globalidad de estos procesos, y las manejaban en pos de sus intereses sectoriales.

Ciencias y artes fueron así drásticamente parceladas. La información sería privativa de los comunicadores sociales; la educación de los maestros; y el arte, de los artistas. De ese modo, el periodista hubo de regirse por esquemas orientados a proporcionar una imagen de presunta “pureza” informativa; el profesor se ocupó específicamente de su función magisterial, y el artista hizo otro tanto respecto al “arte”. Sin embargo, si hiciéramos un análisis de muchas producciones informativas, educativas y artístico-culturales realizadas en nuestros países (revistas, obras de. teatro, películas, novelas, etc.) podríamos verificar que en las mismas y mediante una adecuada integración creativa de recursos, se pudo combinar una labor educativa, informativa y política, dotada en su conjunto de valores expresivos de primerísimo nivel.

Un comunicador social con aptitudes para la producción artística, puede incidir notablemente en la formación integral del individuo, tanto o más que un pedagogo o un instructor. Ello demanda a ese tipo de comunicadores un esfuerzo para combinar diversas disciplinas que, sin reducir la eficacia de la producción artístico-cultural, aproveche la gran posibilidad que le brinda su medio para enriquecerlo con elementos de información o de educación útiles a la formación integral de espacio receptor.

Sin embargo, la incorporación, por ejemplo, del pedagogo a los medios, no es para reproducir ante la cámara de TV una clase semejante a la que es habitual en el aula; el ingreso del científico, del historiador o el sicólogo a una emisora de radio, no es tampoco para vulgarizar la ciencia. Ello implica un reduccionismo de la pedagogía y de los medios.

Estos posibilitan algo más que una difusión masiva del conocimiento o una adición de cualidades; permiten antes que nada, la producción de mensajes en los que puede potencializarse la información, la educación y la percepción de la realidad.

No se trata de reunir, sumar ni incluso sintetizar, los progresos experimentados en el terreno de la ciencia, la tecnología o las artes, sino de reorganizar el conjunto de los conocimientos actuales para enfocar con un pensamiento totalizador, lo que esta ocurriendo en cada uno de esos campos, procurando su mayor intercomunicación.

Refiriéndose al tema del parcelamiento experimentado en las ciencias, Edgar Morín reclamaba al respecto, la necesidad de “crear la ciencia de las interrelaciones, de la Interacciones, de las Interferencias entre sistemas heterogéneos, ciencias más allá de las disciplinas aisladas, ciencias verdaderamente transdisciplinarias”

Esa misma concepción puede ser saludablemente adaptada al campo de las comunicaciones sociales, en tanto éstas implican un proceso altamente interrelacionado entre lo científico, lo tecnológico y lo artístico; además, obviamente, de lo económico, lo sociocultural y lo político. Por todo ello, el maestro o el científico, en vez de utilizar el medio para agregar a él lo que le es propio, puede aportar aún más si integra y sintetiza su labor dentro de un equipo multidisciplinario, lo cual influye tanto en el lenguaje y en la técnica, como en las leyes y los principios de cada medio.

Al respecto, el cubano Julio García Espinosa, afirma: “Un análisis científico sobre las costumbres no sólo ofrecerá una información más rigurosa e interesante de las costumbres, sino que revelaría al mismo tiempo la improcedencia del género costumbrista paro revelar las costumbres. La ciencia, sin duda, puede contribuir también a liberar a los medios de intuiciones estériles y de una dramaturgia improductiva”.3 Escritores, músicos, cineastas, arquitectos, sicólogos, historiadores, artistas, plásticos, sonidistas, tipógrafos, actores, camarógrafos, productores, etc., integrantes todos ellos de un proceso comunicacional —junto a los dirigentes populares— pueden constituir entonces un cuerpo cada vez más integrado, armónico y sólido para la mutua potencialización, sirviendo a la sociedad nacional en que desenvuelven sus actividades.

El comunicador como promotor social

Finalmente, en la medida que el comunicador atiende al ser racional, espiritual, sensible y físico que conforma cada individuo, se relaciona de algún modo con aquellas características que eran típicas en los predicadores de los inicios de nuestra era.

El conocimiento es para él una instancia parcial, pero sirve a la elaboración o a la aplicación de principios teóricos, en la medida que una teoría puede ciertamente conocerse y aprenderse. Sin embargo, en nuestros países el instrumento de mayor incidencia en la realidad histórica nacional, es la doctrina que traduce la fuerza y la capacidad de realización. La teoría interprete inteligentemente a la doctrina y es un elemento propio de la razón; pero la doctrina incorpora además los valores morales, la fe, la mística, lo cual supone también cierta dosis de elementos no fácilmente racionalizables. El comunicador antes que atar- se a la teoría, se vincula a la realización, es decir, se asume como medio para impulsar cambios en la conciencia y en la sensibilidad de los individuos. Es un transmisor de doctrina, antes que de teoría.

En la medida que conoce, comprende y siente lo que comunica, se convierte objetivamente en un promotor dedicado a que los demás conozcan, comprendan y sientan.

Difícilmente puede desencadenar emociones en los demás, si antes que nada ellas no se han desencadenado dentro de él. Sabe, por otra parte, que el sentimiento es vital para el desarrollo de nuestros procesos de liberación; por ello no se limita a informar fríamente, o a facilitar información, conocimiento o meros datos estadísticos.

Un pueblo se entrega a una causa, igual que un individuo, cuando además de comprenderla, la siente íntimamente; y muchas veces, es el sentimiento el que se moviliza antes que la comprensión y la razón. De cualquier modo, es tan fuerte o más que la razón misma. Nadie enfrenta en una guerra al adversario por simples principios teóricos; tampoco nadie desafía a la muerte en nombre de una idea abstracta. Ellos se convierten en energía real, cuando los moviliza un sentimiento, es decir, la fuerza capaz de transformar lo teórico en doctrinario, las ideas en acción.

La liberación de un país y la conquista, preservación y desarrollo de un Poder Nacional, no son circunstancias que sólo satisfacen las necesidades materiales, los intereses, la razón o la conciencia de los individuos; sirven sobre todo al goce del bienestar general de la comunidad, al placer y a la alegría de vivir.

“Nuestros espectadores —sostenía Bertold Bretch— deben no sólo aprender cómo se libera a Prometeo encadenado, sino también adiestrarse en el goce que uno siente al liberarlo “

De eso se trata, simplemente.

Buenos Aires, octubre de 1975.



Referencias

1. Jean Marie Domenach. LA PROPAGANDA POLITICA. EUDEBA. Bs. Aires.

1963.

2. Edgar Morín. ECOLOGIA Y REVOLUCION. Reimpreso por el Boletín

OESE N. 8. Caracas. Agosto 1974.

3. Julio García Espinosa. INTELECTUALES Y ARTISTAS DEL MUNDO EN

TERO: DESUNIOS. Fondo Editorial Salvador de la Plaza. Caracas. 1973.

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